Mariluz
llegó a casa achispada como cada noche, arrastrando su cuerpo cansado. Empujó
la puerta y dejó caer una bolsa de plástico con la ropa del trabajo.
Desde el
fondo del pasillo se escuchó una voz áspera con vestigios autoritarios, ¿ereees
tuuuú?, sí madre, soy yo... quién coño va a ser, murmuró para sí con hosquedad,
mientras se desprendía del bolso y de una chaqueta oscura que le daba un aire
hombruno y que liberó el olor de su cansancio.
Tambaleante
se dirigió a la cocina, calentó un plato de sopa, cortó unos trozos de pan y colocó todo en una bandeja
con la que se fue al salón a sentarse frente a la tele. Desmigajó el pan en la
sopa y comenzó a tomársela con desgana mientras escuchaba las noticias. La voz
áspera se escuchó otra vez, ¿estaaás cenaaandooo?. Se le aceleró el corazón y
su mano presionó la cuchara. Sí madre, estoooy cenaaandooo, contestó
remedándola.
Su estómago
pareció menguar y le impidió comer más. Apartó la bandeja. Acercó su bolso,
cogió un cigarro y apagó el televisor; fumó en silencio. El zumbido del
fluorescente, que desde el techo vertía su luz pálida sobre el salón se metía
en su cabeza y terminó haciéndose insoportable; comenzó a sudar... Arrojó la
colilla en la sopa y se incorporó como empujada por un resorte. Su mandíbula
estaba contraída. Se dirigió al baño y se echó agua en la cara. Al levantar la
cabeza quedó frente al espejo, tropezó con sus ojos. Durante unos segundos
estuvo obligada a mirarse, y se vió como a una desconocida, sorprendida y
resistiéndose a reconocer su decadencia, como si hubiera envejecido de un
golpe: una leve curva en su espalda la despojó de la altivez de su cuello y
volvió sus hombros tristes, sus ojos enrojecidos estaban enmarcados por la
amargura, su piel marchita ... No lo soportó, no toleró ver su cara, ni su
cuerpo, le repelía, huyó a su habitación y se tumbó en la cama boca arriba;
mientras todo daba vueltas mantuvo la mirada clavada en el techo.
Volvieron
las imágenes recurrentes, cargadas de dolorosos latidos, los años en los que
aún todo era posible quedaron atrás sin remedio, qué había pasado con su
cuerpo, su juventud perdida sin darse cuenta, cegada por los cuentos de su
madre, por sus promesas, vivió siempre sin amigas, no salgas con esas que son
unas desgraciadas, yo soy tu amiga mi niña, cómo jodió a todos los chicos que
se le acercaron, ninguno era suficiente para ella, tú tienes que casarte con un
un médico mi niña, tú eres distinta y no
vas a ser pa cualquiera, espera mi niña, espera ..., y esperó toda su vida
enredada en las faldas de mamá y aquel médico no llegó, y ella atrapada en un
sueño, secuestrada por su propia inocencia en un mundo de peluches y cremas,
delicada y frágil como una muñeca que mamá peinaba ante el espejo, recogiendo
su melena con una cinta de color, mientras le hablaba al oído, y le repetía mil
veces la misma promesa, la vida que le esperaba más allá del pueblo, ropas,
joyas, viajes, lujo, con un hombre que la trataría como sólo ella merecía, y
sería la envidia de todos, y así cuántos años ensayó miradas de actriz,
aprendió posturas de revista, ante el mismo espejo, para pasear por aquel
pueblo pobre su frágil arrogancia aprendida de mamá, como una perrita tirada
por su ama.
Su padre fue
un peninsular, camarero de profesión, que recaló en aquel rincón de pescadores
para deslumbrar con su labia a Rosario, su madre, de ocupación sus labores, que
cuando moría el verano se enamoró de él a sus dieciocho años recién cumplidos,
como premio al dulce momento de gloria de su proclamación como Reina de las Fiestas del Santo Patrón,
coronada para un reinado fugaz con una diadema de engastados brillantes tan artificiales como su propio trono, el
mismo sillón de cada año prestado por el rico platanero local, y con sus damas
de honor gran protagonista de la Fiesta de Arte, de la que aún conservaba el
programa, aquel papel ya amarillento tantas veces mostrado a su niña, a su
Mariluz, como prueba grandiosa de su regio pasado, con el maestro Juan Flores y
sus Niños Cantores, la Rondalla Local de Laúdes, Tania la Rapsoda, el increíble
Niño Trompeta, y la magia de Blakaman, un gigante bondadoso que era capaz de
escupir fuego como un dragón, introducir clavos de varias pulgadas en sus fosas
nasales o comerse una cuchilla de afeitar; y en esa fiesta de su proclamación
cada artista le dedicó su espectáculo; y se presentó en la verbena con su
vestido blanco de Reina; y fue agasajada por los corredores de sortijas que le
ofrecían sus cintas bordadas para que las llevara en bandolera, Rosario, cegada
por aquel peninsular con coche que servía a los turistas en el restaurante de
la playa, por su don de gentes y su dominio de palabras aprendidas de los
clientes extranjeros, tan refinado a sus ojos, tan de mundo, y tan diferente a
los hombres del pueblo, la venía a buscar al mismo patio de su casa en aquel
coche que los chiquillos curiosos rodeaban sin atreverse a tocarlo,
deslumbrados por el brillo de sus metales, y mientras él conducía atravesando
el pueblo ella se arrimaba a él, radiante, tan crecida, que ya ni saludaba a
sus vecinos. Y Rosario sólo para él, entraban, salían, y la gente socarrona
siempre en las esquinas, testigos de su paso, murmurando, y ella preguntaba,
cuándo nos casamos?, él la besaba, y le
hablaba de sus ojos, de su boca, de su pelo, y la embriagaba de tal manera que
ella se entregaba una y otra vez, en cuerpo y alma.
Cuando se
descubrió preñada un profundo dolor se le incrustó en las entrañas, necesitaba
casarse, la gente hablaba, la boda no podía seguir demorándose, y él aceptó
fijar una fecha, el banquete sería en el restaurante de la playa, y esa noche
no sería él quien sirviera las mesas, vivirían en la misma habitación de
Rosario, compartiendo casa con sus padres, y él prometió hacerla tan feliz, y
lo siguió prometiendo hasta la última noche en que lo vio, arrimada a él en el
asiento del coche, como siempre en el
patio de su casa y hablándole de sus ojos.
Y Rosario
parió sola, y crió a aquella niña que era el vivo retrato de su padre, pelo
castaño, tez sedosa, ojos claros, y no pudo odiarlo, ni pudo olvidarlo, tan
solo no entendía, pero el tiempo le hizo comprender.
Se volcó en
su hija, en su Mariluz, mientras en el pueblo se apagaron rumores y burlas, y
aquel pedacito de su amor perdido compensó sus frustraciones.
Verla
crecer, tan hermosa y tentadora, la protegió del pueblo, de otras niñas, de los
hombres, de todo lo que despreciaba porque no era como ella; estaba convencida
de que a su Mariluz le aguardaba un destino diferente y lucharía porque así
fuera.
Pero la niña
se quedó soltera, y empezó a vivir con la humillación de la soltería, en el
sentimiento de haber sido engañada; se le instaló en los ojos una irremisible
tristeza, y lloró, durante años lloró porque sólo podía llorar, se encerró,
perdió la fuerza y la certeza, no quería levantarse de la cama, ni bañarse ni
peinarse, dejaba pasar los días con la misma monotonía, escuchando los rezos de
su madre, y derramó tantas lágrimas que
Rosario se asustó, y también despertó de su sueño con la sensación del fracaso
de su niña, que era su propio fracaso.
Una noche se
emborrachó y dejó de llorar, y cuando dejó de llorar se apartó de mamá, se
acabaron las sensiblerías, las confidencias, levantó un muro ante ella y empezó
a odiarla. Entendió qué le había hecho la vida y que nunca sería la princesa de
ningún cuento. Se buscó cualquier trabajo con tal de salir del pueblo, y tuvo
su primer amante al que no amó porque no podía amar, y por el que no fue amada
porque ya no buscaba amor, y se
obligó a pasar de unos brazos a otros
buscando sentir, vivir, recuperar el tiempo perdido, pero llena como estaba de
rencor, de rebeldía, de desespero, sólo encontró amargura, tipos groseros,
machotes toscos, posesivos, algo que parecía merecer, como si en el fondo
buscara un castigo en aquellos hombres desatinados, y lo endulzaba cada vez con
más alcohol.
Y Rosario,
su madre, la siguió más allá del pueblo, hasta aquel piso de barriada al que
huyó, y se había hecho mal carácter, dura de entrañas; la esperó cada noche.
De dónde
vienes, dime, con quién estuviste?. De donde me da la gana, madre. Mala puta,
mala puta, me vas a matar. Pues muérase madre... Mala puta, guarra,
calentooona...
Cuando supo
que estaba preñada no se sorprendió, buscó ayuda pero ninguno de aquellos
tipos la
quiso ayudar. Abortó sola en un tugurio donde le arrancaron aquello que le
crecía
dentro y que
empezaba a sentir como algo animal que la poseía.
Resistió en
su casa el dolor y la hemorragia, con la mirada de su madre clavada como
un anzuelo,
y después continuó tirando de sí misma como una bestia de carga, para huir
de su dolor.
Mientras su
vida se proyectaba en su cabeza como una película tantas veces vista, Mariluz
se aferraba a la cama que giraba ya como su propio pensamiento, fuera de sí. Se
levantó asustada, cogió la primera botella que encontró y bebió. De repente no
era dueña de sus ideas, empezó a escuchar voces en su cabeza, vomitó...
Qué demonio
estás haciendo, apaga la luz de una vez... gritó la vieja Rosario.
Cállese
madre, cállese... pudo apenas murmurar. Se fue al salón. El corazón se le salía
del pecho. Aquellas voces, aquellas voces... Encendió el televisor pero sólo
podía escuchar el ruido de su propia cabeza; en la pantalla apareció un hombre
extraño que comenzó a hablarle, se dirigía a ella, mátala, mátala... Se asustó
aún más y apagó el televisor, pero el
hombre siguió allí, mátala, mátala..., entonces tomó el cuchillo del pan, lo
acercó a su cara y lo miró como a un objeto raro. Tambaleándose atravesó el
pasillo y se dirigió a la habitación de su madre con el cuchillo en alto. La
voz áspera se volvió aguda, suplicante, qué vas a hacer, qué vas a hacer, desgraciada,
no, no, nooo...
Mariluz
despertó en una habitación de color claro, estaba desnuda, cubierta por una
sábana y atada a una cama. La ventana cercana dejaba pasar una luz sucia y
gris. La puerta se abrió y entró una mujer mayor acompañada de un hombre más
joven. Ambos vestían batas blancas. Le hablaron como si fuera una niña, de una
forma que ella no entendía. Comenzó a
llorar, tenía miedo. Sacudió su cuerpo intentando librarse de su atadura, gritó
y lloró con más fuerza. El hombre salió y volvió un momento después. Se acercó
a ella con un pequeño objeto en la mano que aplicó a su brazo. De pronto se
acabó su agitación y todo oscureció.
Las personas
de las batas blancas se hicieron familiares, como su forma de hablar, su
comida. La mañana que soltaron sus ataduras
todo pareció borrarse de su memoria. Pasó muchos días con la mirada
perdida frente a la escasa luz de la ventana.
En el patio
del Manicomio los enfermos se movían como juguetes de cuerda con andares
mecánicos de ida y vuelta. Mariluz salió una mañana, comenzó a mirar al cielo,
desorientada buscaba su encuentro con el mar, su horizonte. Tamaragua se plantó
ante ella con su radiocasette al hombro, bajó el volumen de su música y la miró
con interés. Lo supo desde que la vio,
adivinó el color del océano en sus ojos perplejos, él también era costero. La
rescató del asedio al que los enfermos someten a los nuevos sin que ella
supiera qué estaba pasando,
acompañó sus pasos muertos por los jardines, le brindó un cigarro y ella
lo fumó con ansia, sin apartar la mirada del vacío, ajena a aquel mundo.
Así la
inició a la estrecha existencia de aquel lugar, la acompañaba siempre cargando
su radiocasette, y Mariluz fue despertando; y después empezó a contarle su
vida, su infancia en San Andrés, su padre pescador ahogado en Los Roques, su
madre una vieja supersticiosa, persecutoria como una sombra, siempre en su
mundo de rezos; sus escapadas a Santa Cruz con sus primos de Santa Clara que
escuchaban Radio Canarias Libre, las reuniones de barrio donde nació su
conciencia, su compromiso con la lucha. Ella lo escuchó y recuperó poco a poco
el brillo en sus ojos, y de su boca brotaron palabras vivas, entre paseos y
cigarros compartidos su corazón fue reviviendo.
Tamaragua
dominaba patios y pabellones, era
popular y experimentado, presumía sin
maldad de perro viejo y temía a la autoridad de los médicos. Cargaba la alegría
de su música y no perdía la cordura más allá de sus conocidas amenazas con
recuperar estrategias guerrilleras aprendidas en Argel. Porque Tamaragua
perteneció al MPAIAC, fue perseguido y escapó de la isla en un pesquero que lo
dejó en la costa africana; así llegó al desierto argelino para entrenarse en el
manejo del mortero. Y fue tan grande aquella lucha, las reuniones secretas, las
manifestaciones y huelgas, las barriadas alzadas, la huida heroica, para volver
al sueño compartido de ver su tierra libre de godos y fuerzas coloniales, en un
final glorioso de estrelladas banderas tricolores. Pero su entrega terminó en
delirio. Una noche se comió un tripi en un concierto de Taburiente. Vibró y
cantó abrazado a todo el mundo.
Cuando
amanece se despiertan, todas las aguas del Atlántico, entre sus senos hay un
pueblo, que nació libre y hoy espera, reconstruir sobre la herida, la nueva era
de las islas, sacar las cercas del paisaje, y verlo libre como antes...
Y Tamaragua
volaba como una gaviota sobre las islas, tocaba el sol, ganaba la libertad...
Un mar azul
que brille, con siete estrellas verdes, el amarillo en tus trigales, el blanco en
tus rompientes...
Se tiraron
octavillas, se mostraron pancartas, se pidió independencia, al final hubo
jaleo. Detenido, interrogado, maltratado, algo empezó a marchar mal en su
cabeza, perdió el sueño y un discurso beligerante se apoderó de él.
Por eso, aún
hoy, cuando alguien se burla de él, reparte morterazos; después se refugia en
silencio y evoca a los viejos camaradas de juventud, tratando de recuperar la
fuerza de un pasado ya muerto, pero consiguiendo tan sólo paladear el amargo
sabor de su impotencia. Y luego, poco a poco, se reconstruye, en los patios, en
los pabellones, como el perro viejo de aquel agujero, siempre con su
radiocasette, con Taburiente, ay tiriririrai tirairai tirireeee..., con Mariluz
contagiada ya de su música.
Dos meses
después de su ingreso Tamaragua abrevió
a Mariluz su nombre y fue Mari para todos. Un domingo de mañana recibió la
visita de su madre.
La vieja
Rosario ordenó su pelo gris y se vistió de oscuro. Su cara cincelada mostraba
la horrible cicatriz de un corte profundo al lado de la boca. Anudado a la
cintura el cordón morado de una promesa recién hecha a la Virgen. Si me ayudas
a curar a mi hija lo llevaré mientras viva.
El médico le
advirtió que no comentara nada de lo ocurrido, que la evolución de la enferma
era buena, y de seguir así, pronto podría salir un fin de semana.
Madre e hija
pasearon en silencio por los patios acompañadas de un auxiliar y seguidas a
prudente distancia por Tamaragua. Este no pasó desapercibido a Rosario, que antes de irse preguntó a su hija,
quién es?. Ella guardó silencio y la vieja se marchó reafirmando su alianza con la Virgen. Ahora más que nunca
necesitaba redimir a su hija, recuperarla para el buen camino, tal vez
encontrarle todavía un buen esposo.
Ante su
primera salida los médicos le hablaron del problema crónico que sufría por el que aún necesitaría ayuda durante meses, tenía que cumplir con su tratamiento y
evitar el alcohol. Pero una vez que su salida fuera definitiva haría bien en
vivir lejos de su madre.
Y así
comenzó a soñar, quizás empezar una nueva vida, tal vez con Tamaragua, dejar a
su madre en la barriada y ella volver a la casa del pueblo, frente al mar, la
vieja casa en que nació. Pero
necesitaría la ayuda de su madre y por el momento no se atrevió a demandarla.
Cada fin de
semana que pasó con su madre confirmó la necesidad de alejarse de ella, de no
vivir más a su alcance, la ahogaba. Mientras que Rosario, en cada encuentro
fortalecía la creencia de que no podía dejarla sola, y ese pensamiento parecía
revitalizarla, darle nuevos bríos para cumplir su misión.
Pasó casi un
año de visitas semanales. Mari parecía
recuperada y Tamaragua se había convertido en inseparable compañero, un
compañero que no tenía a dónde ir porque su única familia era la de los patios
y pabellones. En una de esas visitas ella le confesó a su madre sus sueños,
Tamaragua, la casa del pueblo, una nueva vida.
Y de qué vas
a vivir con ese desgraciado?. De lo que sea, déjeme madre, quiero intentarlo.
Yo sé lo que va a pasar, como siempre, vas a volver a desgraciar tu vida y a
seguir matándome a mí.
Volvió al
pueblo, a pesar de su madre, y limpiaron la casa, los patios, las tierras, y
comenzaron su nueva vida rodeados del verde de las plataneras, recuperaron las
flores primitivas, recorrieron los caminos de tierra limpia y hierbas
silvestres bajo aquel cielo de luz azul como sus ojos, al calor del verano,
bajo el parral donde el abuelo dormía largas siestas después de almorzar y
soñaba con Cuba, y Mari sabía de sus sueños por la sonrisa de media boca que se
le dibujaba bajo el bigote, y
sucumbieron al ardor de las
tardes, juntos, arrullados por el cercano rumor del mar, y se amaron por
primera vez una de aquellas noches, torpes, apresurados, mudos, sin ternura, y
sin embargo algo empezó a vincularles con fuerza.
Muy lejos de
las guerras para que seas, un territorio blanco para la tierra, eres, ereees,
un territorio blanco donde los pueblos, vengan para hermanarse dejando el odio,
eres, ereees, eres una paloma volando el cielo, llevando a cada pueblo la paz
del mundo, eres, ereees, aquí serás alpispa revoloteando, sin detener tu vuelo
quiero que seas libre, libre, libre, nanana nananainanananainaina...
Consiguieron
unos meses de paz, a pesar de las visitas de Rosario. Inocentes se fueron
abriendo a la gente del pueblo, mostraron sus heridas, y entre el verde la
gente acechaba desconfiada, murmuraba, luego y como siempre acosaron
socarrones, burlones, en un picoteo cruel que terminó minándolos.
Y Mari se
encerró, se cargó de rabia, perdió el sueño y tuvo pensamientos extraños.
Trastornada compró
una botella de coñac. La bebieron juntos bajo el parral sombrío, rodeados de
flores que se ajaban como sus sueños. Tamaragua
enfebrecido repartía morterazos por el pueblo mientras Mari dormía las
profundas borracheras; cuando despertaba deambulaba por la casa y encontraba a
Tamaragua en su batalla con las sombras. Rosario, advertida, volvió para
quedarse y poner orden en sus vidas, y todo se hizo de nuevo insoportable.
Una
madrugada de alcohol y delirantes pesadillas, mientras la vieja dormía,
sintieron la llamada de la mar de leva. Ellos conocían su lenguaje, eran
costeros. Decidieron marcharse, dejaron la casa y se perdieron en la noche.
La gente
esperó varios días que la mar devolviera sus cuerpos desnudos a la playa.
La vieja
Rosario, rodeada de vecinas cubiertas con pañuelos negros, rezaba unas
resignadas oraciones a la Virgen de sus promesas, poseída por una mala
conciencia que nunca consiguió explicar. Hasta que alguien contó que les habían
visto en Santa Cruz.
Llegaron a la ciudad como dos náufragos devueltos por
la mar sin que nunca hubieran abandonado la isla. Compraron coñac y buscaron
una pensión. Durante días bebieron, sólo bebieron, se precipitaron a todos los abismos, borrachos, gozosos, insaciables.
Cuando se
acabó el dinero los echaron de bares y pensiones; dueños de nada deambularon
ociosos por plazas y alamedas, mendigaron en todas las esquinas.
Rosario los
encontró, aunque Mari no quería verla. De vez en cuando les seguía el rastro,
intentaba hablarles, les dejaba comida o algo de dinero. Pero ya no pudo con
ellos.
Conocieron a otros, errantes, callejeros, con los
que compartieron vino y calor, y se
hicieron a esa vida. A veces vagaban como almas en pena, confusos, a la deriva.
Otras estallaban en risas locas, se insultaban y peleaban con arrebato, se
enbroncaban a las puertas de cualquier sitio, como si se quisieran
maldiciéndose. Pero de noche siempre
durmieron juntos, en recovecos del muelle, en bancos de cualquier plaza, en
suelos de cartón o en raídos colchones de casas abandonadas, siempre juntos, la
cabeza de él reposada en el pecho de ella, sus brazos abrazándola, sus piernas
entrelazadas, apretados el uno contra el otro, para cuidarse, para protegerse, como dos huérfanos.
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