lunes, 12 de septiembre de 2016

TABURIENTE




Mariluz llegó a casa achispada como cada noche, arrastrando su cuerpo cansado. Empujó la puerta y dejó caer una bolsa de plástico con la ropa del trabajo.

Desde el fondo del pasillo se escuchó una voz áspera con vestigios autoritarios, ¿ereees tuuuú?, sí madre, soy yo... quién coño va a ser, murmuró para sí con hosquedad, mientras se desprendía del bolso y de una chaqueta oscura que le daba un aire hombruno y que liberó el olor de su cansancio.
                  
Tambaleante se dirigió a la cocina, calentó un plato de sopa, cortó unos  trozos de pan y colocó todo en una bandeja con la que se fue al salón a sentarse frente a la tele. Desmigajó el pan en la sopa y comenzó a tomársela con desgana mientras escuchaba las noticias. La voz áspera se escuchó otra vez, ¿estaaás cenaaandooo?. Se le aceleró el corazón y su mano presionó la cuchara. Sí madre, estoooy cenaaandooo, contestó remedándola.

Su estómago pareció menguar y le impidió comer más. Apartó la bandeja. Acercó su bolso, cogió un cigarro y apagó el televisor; fumó en silencio. El zumbido del fluorescente, que desde el techo vertía su luz pálida sobre el salón se metía en su cabeza y terminó haciéndose insoportable; comenzó a sudar... Arrojó la colilla en la sopa y se incorporó como empujada por un resorte. Su mandíbula estaba contraída. Se dirigió al baño y se echó agua en la cara. Al levantar la cabeza quedó frente al espejo, tropezó con sus ojos. Durante unos segundos estuvo obligada a mirarse, y se vió como a una desconocida, sorprendida y resistiéndose a reconocer su decadencia, como si hubiera envejecido de un golpe: una leve curva en su espalda la despojó de la altivez de su cuello y volvió sus hombros tristes, sus ojos enrojecidos estaban enmarcados por la amargura, su piel marchita ... No lo soportó, no toleró ver su cara, ni su cuerpo, le repelía, huyó a su habitación y se tumbó en la cama boca arriba; mientras todo daba vueltas mantuvo la mirada clavada en el techo.

Volvieron las imágenes recurrentes, cargadas de dolorosos latidos, los años en los que aún todo era posible quedaron atrás sin remedio, qué había pasado con su cuerpo, su juventud perdida sin darse cuenta, cegada por los cuentos de su madre, por sus promesas, vivió siempre sin amigas, no salgas con esas que son unas desgraciadas, yo soy tu amiga mi niña, cómo jodió a todos los chicos que se le acercaron, ninguno era suficiente para ella, tú tienes que casarte con un un médico mi niña,  tú eres distinta y no vas a ser pa cualquiera, espera mi niña, espera ..., y esperó toda su vida enredada en las faldas de mamá y aquel médico no llegó, y ella atrapada en un sueño, secuestrada por su propia inocencia en un mundo de peluches y cremas, delicada y frágil como una muñeca que mamá peinaba ante el espejo, recogiendo su melena con una cinta de color, mientras le hablaba al oído, y le repetía mil veces la misma promesa, la vida que le esperaba más allá del pueblo, ropas, joyas, viajes, lujo, con un hombre que la trataría como sólo ella merecía, y sería la envidia de todos, y así cuántos años ensayó miradas de actriz, aprendió posturas de revista, ante el mismo espejo, para pasear por aquel pueblo pobre su frágil arrogancia aprendida de mamá, como una perrita tirada por su ama.

Su padre fue un peninsular, camarero de profesión, que recaló en aquel rincón de pescadores para deslumbrar con su labia a Rosario, su madre, de ocupación sus labores, que cuando moría el verano se enamoró de él a sus dieciocho años recién cumplidos, como premio al dulce momento de gloria de su proclamación como  Reina de las Fiestas del Santo Patrón, coronada para un reinado fugaz con una diadema de engastados brillantes  tan artificiales como su propio trono, el mismo sillón de cada año prestado por el rico platanero local, y con sus damas de honor gran protagonista de la Fiesta de Arte, de la que aún conservaba el programa, aquel papel ya amarillento tantas veces mostrado a su niña, a su Mariluz, como prueba grandiosa de su regio pasado, con el maestro Juan Flores y sus Niños Cantores, la Rondalla Local de Laúdes, Tania la Rapsoda, el increíble Niño Trompeta, y la magia de Blakaman, un gigante bondadoso que era capaz de escupir fuego como un dragón, introducir clavos de varias pulgadas en sus fosas nasales o comerse una cuchilla de afeitar; y en esa fiesta de su proclamación cada artista le dedicó su espectáculo; y se presentó en la verbena con su vestido blanco de Reina; y fue agasajada por los corredores de sortijas que le ofrecían sus cintas bordadas para que las llevara en bandolera, Rosario, cegada por aquel peninsular con coche que servía a los turistas en el restaurante de la playa, por su don de gentes y su dominio de palabras aprendidas de los clientes extranjeros, tan refinado a sus ojos, tan de mundo, y tan diferente a los hombres del pueblo, la venía a buscar al mismo patio de su casa en aquel coche que los chiquillos curiosos rodeaban sin atreverse a tocarlo, deslumbrados por el brillo de sus metales, y mientras él conducía atravesando el pueblo ella se arrimaba a él, radiante, tan crecida, que ya ni saludaba a sus vecinos. Y Rosario sólo para él, entraban, salían, y la gente socarrona siempre en las esquinas, testigos de su paso, murmurando, y ella preguntaba, cuándo nos casamos?,  él la besaba, y le hablaba de sus ojos, de su boca, de su pelo, y la embriagaba de tal manera que ella se entregaba una y otra vez, en cuerpo y alma.

Cuando se descubrió preñada un profundo dolor se le incrustó en las entrañas, necesitaba casarse, la gente hablaba, la boda no podía seguir demorándose, y él aceptó fijar una fecha, el banquete sería en el restaurante de la playa, y esa noche no sería él quien sirviera las mesas, vivirían en la misma habitación de Rosario, compartiendo casa con sus padres, y él prometió hacerla tan feliz, y lo siguió prometiendo hasta la última noche en que lo vio, arrimada a él en el asiento del coche, como siempre en el  patio de su casa y hablándole de sus ojos.

Y Rosario parió sola, y crió a aquella niña que era el vivo retrato de su padre, pelo castaño, tez sedosa, ojos claros, y no pudo odiarlo, ni pudo olvidarlo, tan solo no entendía, pero el tiempo le hizo comprender.

Se volcó en su hija, en su Mariluz, mientras en el pueblo se apagaron rumores y burlas, y aquel pedacito de su amor perdido compensó sus frustraciones.

Verla crecer, tan hermosa y tentadora, la protegió del pueblo, de otras niñas, de los hombres, de todo lo que despreciaba porque no era como ella; estaba convencida de que a su Mariluz le aguardaba un destino diferente y lucharía porque así fuera.

Pero la niña se quedó soltera, y empezó a vivir con la humillación de la soltería, en el sentimiento de haber sido engañada; se le instaló en los ojos una irremisible tristeza, y lloró, durante años lloró porque sólo podía llorar, se encerró, perdió la fuerza y la certeza, no quería levantarse de la cama, ni bañarse ni peinarse, dejaba pasar los días con la misma monotonía, escuchando los rezos de su madre, y derramó tantas lágrimas  que Rosario se asustó, y también despertó de su sueño con la sensación del fracaso de su niña, que era su propio fracaso.

Una noche se emborrachó y dejó de llorar, y cuando dejó de llorar se apartó de mamá, se acabaron las sensiblerías, las confidencias, levantó un muro ante ella y empezó a odiarla. Entendió qué le había hecho la vida y que nunca sería la princesa de ningún cuento. Se buscó cualquier trabajo con tal de salir del pueblo, y tuvo su primer amante al que no amó porque no podía amar, y por el que no fue amada porque  ya no buscaba amor, y se obligó  a pasar de unos brazos a otros buscando sentir, vivir, recuperar el tiempo perdido, pero llena como estaba de rencor, de rebeldía, de desespero, sólo encontró amargura, tipos groseros, machotes toscos, posesivos, algo que parecía merecer, como si en el fondo buscara un castigo en aquellos hombres desatinados, y lo endulzaba cada vez con más alcohol.

Y Rosario, su madre, la siguió más allá del pueblo, hasta aquel piso de barriada al que huyó, y se había hecho mal carácter, dura de entrañas; la esperó cada noche.
De dónde vienes, dime, con quién estuviste?. De donde me da la gana, madre. Mala puta, mala puta, me vas a matar. Pues muérase madre... Mala puta, guarra, calentooona...

Cuando supo que estaba preñada no se sorprendió, buscó ayuda pero ninguno de aquellos 
tipos la quiso ayudar. Abortó sola en un tugurio donde le arrancaron aquello que le crecía
dentro y que empezaba a sentir como algo animal que la poseía.
Resistió en su casa el dolor y la hemorragia, con la mirada de su madre clavada como
un anzuelo, y después continuó tirando de sí misma como una bestia de carga, para huir
de su dolor.

Mientras su vida se proyectaba en su cabeza como una película tantas veces vista, Mariluz se aferraba a la cama que giraba ya como su propio pensamiento, fuera de sí. Se levantó asustada, cogió la primera botella que encontró y bebió. De repente no era dueña de sus ideas, empezó a escuchar voces en su cabeza, vomitó...
Qué demonio estás haciendo, apaga la luz de una vez... gritó la vieja Rosario.
Cállese madre, cállese... pudo apenas murmurar. Se fue al salón. El corazón se le salía del pecho. Aquellas voces, aquellas voces... Encendió el televisor pero sólo podía escuchar el ruido de su propia cabeza; en la pantalla apareció un hombre extraño que comenzó a hablarle, se dirigía a ella, mátala, mátala... Se asustó aún más y  apagó el televisor, pero el hombre siguió allí, mátala, mátala..., entonces tomó el cuchillo del pan, lo acercó a su cara y lo miró como a un objeto raro. Tambaleándose atravesó el pasillo y se dirigió a la habitación de su madre con el cuchillo en alto. La voz áspera se volvió aguda, suplicante, qué vas a hacer, qué vas a hacer, desgraciada, no, no, nooo...


Mariluz despertó en una habitación de color claro, estaba desnuda, cubierta por una sábana y atada a una cama. La ventana cercana dejaba pasar una luz sucia y gris. La puerta se abrió y entró una mujer mayor acompañada de un hombre más joven. Ambos vestían batas blancas. Le hablaron como si fuera una niña, de una forma que ella no entendía.  Comenzó a llorar, tenía miedo. Sacudió su cuerpo intentando librarse de su atadura, gritó y lloró con más fuerza. El hombre salió y volvió un momento después. Se acercó a ella con un pequeño objeto en la mano que aplicó a su brazo. De pronto se acabó su agitación y todo oscureció.

Las personas de las batas blancas se hicieron familiares, como su forma de hablar, su comida. La mañana que soltaron sus ataduras  todo pareció borrarse de su memoria. Pasó muchos días con la mirada perdida frente a la escasa luz de la ventana.

En el patio del Manicomio los enfermos se movían como juguetes de cuerda con andares mecánicos de ida y vuelta. Mariluz salió una mañana, comenzó a mirar al cielo, desorientada buscaba su encuentro con el mar, su horizonte. Tamaragua se plantó ante ella con su radiocasette al hombro, bajó el volumen de su música y la miró con interés.   Lo supo desde que la vio, adivinó el color del océano en sus ojos perplejos, él también era costero. La rescató del asedio al que los enfermos someten a los nuevos sin que ella supiera qué estaba pasando,  acompañó  sus pasos muertos  por los jardines, le brindó un cigarro y ella lo fumó con ansia, sin apartar la mirada del vacío, ajena a aquel mundo.

Así la inició a la estrecha existencia de aquel lugar, la acompañaba siempre cargando su radiocasette, y Mariluz fue despertando; y después empezó a contarle su vida, su infancia en San Andrés, su padre pescador ahogado en Los Roques, su madre una vieja supersticiosa, persecutoria como una sombra, siempre en su mundo de rezos; sus escapadas a Santa Cruz con sus primos de Santa Clara que escuchaban Radio Canarias Libre, las reuniones de barrio donde nació su conciencia, su compromiso con la lucha. Ella lo escuchó y recuperó poco a poco el brillo en sus ojos, y de su boca brotaron palabras vivas, entre paseos y cigarros compartidos su corazón fue reviviendo.

Tamaragua dominaba  patios y pabellones, era popular y experimentado, presumía  sin maldad de perro viejo y temía a la autoridad de los médicos. Cargaba la alegría de su música y no perdía la cordura más allá de sus conocidas amenazas con recuperar estrategias guerrilleras aprendidas en Argel. Porque Tamaragua perteneció al MPAIAC, fue perseguido y escapó de la isla en un pesquero que lo dejó en la costa africana; así llegó al desierto argelino para entrenarse en el manejo del mortero. Y fue tan grande aquella lucha, las reuniones secretas, las manifestaciones y huelgas, las barriadas alzadas, la huida heroica, para volver al sueño compartido de ver su tierra libre de godos y fuerzas coloniales, en un final glorioso de estrelladas banderas tricolores. Pero su entrega terminó en delirio. Una noche se comió un tripi en un concierto de Taburiente. Vibró y cantó abrazado a todo el mundo.

Cuando amanece se despiertan, todas las aguas del Atlántico, entre sus senos hay un pueblo, que nació libre y hoy espera, reconstruir sobre la herida, la nueva era de las islas, sacar las cercas del paisaje, y verlo libre como antes...

Y Tamaragua volaba como una gaviota sobre las islas, tocaba el sol, ganaba la libertad...

Un mar azul que brille, con siete estrellas verdes, el amarillo en tus trigales, el blanco en tus rompientes...

Se tiraron octavillas, se mostraron pancartas, se pidió independencia, al final hubo jaleo. Detenido, interrogado, maltratado, algo empezó a marchar mal en su cabeza, perdió el sueño y un discurso beligerante se apoderó de él.
Por eso, aún hoy, cuando alguien se burla de él, reparte morterazos; después se refugia en silencio y evoca a los viejos camaradas de juventud, tratando de recuperar la fuerza de un pasado ya muerto, pero consiguiendo tan sólo paladear el amargo sabor de su impotencia. Y luego, poco a poco, se reconstruye, en los patios, en los pabellones, como el perro viejo de aquel agujero, siempre con su radiocasette, con Taburiente, ay tiriririrai tirairai tirireeee..., con Mariluz contagiada ya de su música.

Dos meses después de su ingreso Tamaragua  abrevió a Mariluz su nombre y fue Mari para todos. Un domingo de mañana recibió la visita de su madre.
La vieja Rosario ordenó su pelo gris y se vistió de oscuro. Su cara cincelada mostraba la horrible cicatriz de un corte profundo al lado de la boca. Anudado a la cintura el cordón morado de una promesa recién hecha a la Virgen. Si me ayudas a curar a mi hija lo llevaré mientras viva.
El médico le advirtió que no comentara nada de lo ocurrido, que la evolución de la enferma era buena, y de seguir así, pronto podría salir un fin de semana.
Madre e hija pasearon en silencio por los patios acompañadas de un auxiliar y seguidas a prudente distancia por Tamaragua. Este no pasó desapercibido a  Rosario, que antes de irse preguntó a su hija, quién es?. Ella guardó silencio y la vieja se marchó reafirmando  su alianza con la Virgen. Ahora más que nunca necesitaba redimir a su hija, recuperarla para el buen camino, tal vez encontrarle todavía un buen esposo.

Ante su primera salida los médicos le hablaron del problema crónico que sufría  por el que aún necesitaría ayuda durante  meses, tenía que cumplir con su tratamiento y evitar el alcohol. Pero una vez que su salida fuera definitiva haría bien en vivir lejos de su madre.

Y así comenzó a soñar, quizás empezar una nueva vida, tal vez con Tamaragua, dejar a su madre en la barriada y ella volver a la casa del pueblo, frente al mar, la vieja casa en que nació.  Pero necesitaría la ayuda de su madre y por el momento no se atrevió a demandarla.
Cada fin de semana que pasó con su madre confirmó la necesidad de alejarse de ella, de no vivir más a su alcance, la ahogaba. Mientras que Rosario, en cada encuentro fortalecía la creencia de que no podía dejarla sola, y ese pensamiento parecía revitalizarla, darle nuevos bríos para cumplir su misión.

Pasó casi un año de visitas semanales. Mari  parecía recuperada y Tamaragua se había convertido en inseparable compañero, un compañero que no tenía a dónde ir porque su única familia era la de los patios y pabellones. En una de esas visitas ella le confesó a su madre sus sueños, Tamaragua, la casa del pueblo, una nueva vida.
Y de qué vas a vivir con ese desgraciado?. De lo que sea, déjeme madre, quiero intentarlo. Yo sé lo que va a pasar, como siempre, vas a volver a desgraciar tu vida y a seguir matándome a mí.

Volvió al pueblo, a pesar de su madre, y limpiaron la casa, los patios, las tierras, y comenzaron su nueva vida rodeados del verde de las plataneras, recuperaron las flores primitivas, recorrieron los caminos de tierra limpia y hierbas silvestres bajo aquel cielo de luz azul como sus ojos, al calor del verano, bajo el parral donde el abuelo dormía largas siestas después de almorzar y soñaba con Cuba, y Mari sabía de sus sueños por la sonrisa de media boca que se le dibujaba bajo el bigote, y  sucumbieron  al ardor de las tardes, juntos, arrullados por el cercano rumor del mar, y se amaron por primera vez una de aquellas noches, torpes, apresurados, mudos, sin ternura, y sin embargo algo empezó a vincularles con fuerza.

Muy lejos de las guerras para que seas, un territorio blanco para la tierra, eres, ereees, un territorio blanco donde los pueblos, vengan para hermanarse dejando el odio, eres, ereees, eres una paloma volando el cielo, llevando a cada pueblo la paz del mundo, eres, ereees, aquí serás alpispa revoloteando, sin detener tu vuelo quiero que seas libre, libre, libre, nanana nananainanananainaina...

Consiguieron unos meses de paz, a pesar de las visitas de Rosario. Inocentes se fueron abriendo a la gente del pueblo, mostraron sus heridas, y entre el verde la gente acechaba desconfiada, murmuraba, luego y como siempre acosaron socarrones, burlones, en un picoteo cruel que terminó minándolos.
Y Mari se encerró, se cargó de rabia, perdió el sueño y tuvo pensamientos extraños.

Trastornada compró una botella de coñac. La bebieron juntos bajo el parral sombrío, rodeados de flores que se ajaban como sus sueños. Tamaragua  enfebrecido repartía morterazos por el pueblo mientras Mari dormía las profundas borracheras; cuando despertaba deambulaba por la casa y encontraba a Tamaragua en su batalla con las sombras. Rosario, advertida, volvió para quedarse y poner orden en sus vidas, y todo se hizo de nuevo insoportable.

Una madrugada de alcohol y delirantes pesadillas, mientras la vieja dormía, sintieron la llamada de la mar de leva. Ellos conocían su lenguaje, eran costeros. Decidieron marcharse, dejaron la casa y se perdieron en la noche.

La gente esperó varios días que la mar devolviera sus cuerpos desnudos a la playa.
La vieja Rosario, rodeada de vecinas cubiertas con pañuelos negros, rezaba unas resignadas oraciones a la Virgen de sus promesas, poseída por una mala conciencia que nunca consiguió explicar. Hasta que alguien contó que les habían visto en Santa Cruz.

Llegaron  a la ciudad como dos náufragos devueltos por la mar sin que nunca hubieran abandonado la isla. Compraron coñac y buscaron una pensión. Durante días bebieron, sólo bebieron, se precipitaron a todos los  abismos, borrachos, gozosos, insaciables.
Cuando se acabó el dinero los echaron de bares y pensiones; dueños de nada deambularon ociosos por plazas y alamedas, mendigaron en todas las esquinas.

Rosario los encontró, aunque Mari no quería verla. De vez en cuando les seguía el rastro, intentaba hablarles, les dejaba comida o algo de dinero. Pero ya no pudo con ellos.

Conocieron  a otros, errantes, callejeros, con los que  compartieron vino y calor, y se hicieron a esa vida. A veces vagaban como almas en pena, confusos, a la deriva. Otras estallaban en risas locas, se insultaban y peleaban con arrebato, se enbroncaban a las puertas de cualquier sitio, como si se quisieran maldiciéndose.  Pero de noche siempre durmieron juntos, en recovecos del muelle, en bancos de cualquier plaza, en suelos de cartón o en raídos colchones de casas abandonadas, siempre juntos, la cabeza de él reposada en el pecho de ella, sus brazos abrazándola, sus piernas entrelazadas, apretados el uno contra el otro, para cuidarse, para  protegerse, como dos huérfanos.

Se me va, poco a poco desprendiendo la niñez, se me va, como el sueño acaba en cada despertar, como el árbol crece para envejecer, se me va, se me va, la existencia exige el precio de perder, la inocencia de poder tocar el sol, se me va.... taratatara taratateaeaea...




No hay comentarios:

Publicar un comentario