lunes, 12 de septiembre de 2016

REGGAE MUSIC




Tenía 15 años, los ojos como la mar en un día claro, la piel como el agua y un rostro suave e inocente que se turbaba cuando él la miraba.  Porque aún siendo una niña a Merche la deslumbró Tato, el héroe del barrio, el rey de la placita, aquel espacio breve con su árbol raquítico, sus bancos desmembrados y su kiosko siempre abierto, el territorio limitado al que miraban, vomitando reggae, las ventanas de la barriada, suburbio sin pasado y sin futuro, que ardía en los altos de la ciudad en las noches calurosas de su eterno verano.
Rastaman vaibreison yea, positiv,... livin yu guana liv...

Porque Merche odia al padre que se fue, y a la madre que está pero no está, ocupada en sus propias ansiedades.  Merche siempre sola perteneció a aquel territorio en el que, sin darse cuenta, se transformó su cuerpo de niña en otro cuerpo delicado y esbelto, y Tato sintiéndose hombre, la miraba superior, vacilón, le picaba el ojo, le tiraba lengua, y ella no sabía pero entendía, y Tato de risas con los colegas, el reggae, los canutos y las risas.  Aaaah, reguei miusic... güi guan tu bi fri... oh yea...

Y así se le acercó un día, qué pasa pibita, quieres una calada?, y le puso el primer porro en la boca, y ella puro corazón desbocado, enfermo de amor, fumó y sintió aquella embriaguez flotante, como un sueño, y la piel al sol, tan tierna que se tocaba y se reía, y entró en el coro de las risas de los colegas, de la misma placita de niña, y abría los ojos y empezaba a ver por los de Tato, su seductor deseado, su ídolo narciso.  Y Tato la invitó a una garimba en Las Gaviotas, los dos en la Vespino, con las risa y el aire en la cara, Merche, la melena de miel volando al viento, como la hierba tierna, abrazada a él, los ojos encarnizados ciegos de amor, tan niña, a donde tú me lleves Tato, a donde tú me lleves...

Y él la adoptó, la llevó y la trajo, y en medio la desvirgó, tenía er coño como er gollete una botella, mano..., y el ja, ja, ja, los canutos, los colegas y las risas, Tato, el rey de la placita, se sentía más grande cuando la iniciaba, más dueño de su territorio, y más atrevido, ante su hembra, su Merche, su niña tan niña, te haces un canuto, Tato?, y fumaban y después su piel lo buscaba, y ella lo sentía tanto y tan dentro, ay Tato, qué cosas me haces, y él se sentía grandioso en su placita, aquel mundo de baldosas grises que él recorría exhibiendo sus tatuajes, con su cielo rectangular, con su kiosko siempre abierto, con sus bancos mutilados donde los cuerpos gomosos se ajustaban bajo el sol del mediodía, entre bostezos, desperezos y escupitajos, dominados por el aliento perezoso del reggae, por su cadencia de solajero, por las bocanadas de aquel humo espeso, algodonoso, que hacía todo más dulce.
Merche, trae unas cervecitas.  Y Merche, sí Tato. Y las palabras se arrastraban en las bocas pastosas.
Uh, yea,güi yamin, güi yamin, güi yamin in de neim of de lor, uo, uo...

Y la policía sudorosa bordea la placita, en su coche lento, sobre el asfalto derretido, oteando con desgana desde sus gafas negras, contagiados por la misma cadencia hipnótica.
Tato descamisado y hermoso, piel morena, pelo negro y rizado, sonrisa juguetona bajo pómulos salientes, les bailaba, les fumaba, provocón.  Y los colegas lo admiran, y se tapan las risas, y Tato se contonea, se morrea con su Merche, y el ja, ja, ja,... pasa el porro mamón... ja, ja, ja,...
Yea, ai shot.de sherif, bat ai diden shot no depiuti, ah no no...

Y la vida iba tan rápido, tan deprisa, tan al borde del abismo, y Tato la apuraba poniéndose ciego, y gozaba colocado, palicoso, haciendo planes de futuro, esperando el golpe de su vida, enredándose más y más en su presente, y Merche lo escuchaba en sus interminables paliques, y lo seguía, mientras él se chutó su primer pico, y se fumó sus boliches, y trapicheó en la placita, en el barrio, y más allá, y Merche con él, y él no sabía que no sabía querer, sino que lo quisieran; ¡Maaaa! Y su madre lo miraba seducida, dime mi niño, y así creció bajo la mirada almibarada de su madre, y Tato dejándose querer, y la vieja se lo creía todo, hasta que dejó de creer, hasta que dejó de negar lo que la vida le ponía delante.

Un día vino la policía y le habló del atraco, que mi niño no fue, ay Dios mío, que yo lo conozco y les juro que er no fue, su hijo es un chorizo y un yonqui de mierda señora, y Tato detenido, y Tato en Tenerife-2, y Merche lo vio detrás del cristal, en aquel cubículo, yo te espero Tato, de verdad que te voy a esperar, y el bis a bis con su Merche y con su madre, que te juro que yo no fui ma, y su madre dudaba, Tato, dime la verdad mi niño, no me hagas sufrir más, por qué estás tan flaco Tato?, tú no andarás metido en droga?,  con lo que yo he pasado por curpa de la bebida de tu padre y ahora esto Tato, que me he pasado la vida fregando escaleras pa sacar palante a la familia, Señor... Y Tato, pero ma, déjate de boberías...

Y de repente Merche preñada, la niña preñada, y Tato en la cárcel, y su madre, ay Dios mío, y ahora una criatura.  Y Tato que sale, ma, necesitamos un cuartito pa vivir Merche y yo con er niño.  A ver cómo nos arreglamos mi hijo, coge fundamento, tu padre te buscó un trabajito.  Y Tato empezó, pero después salía de noche y a la mañana siguiente no se despertaba, y su madre queriendo arreglar lo que ya no tenía remedio, ay Dios mío, las amistades me lo tienen echadito a perder, y Tato le quitó el oro, y el vídeo, y la chaqueta de cuero, y los pericos, y todo se lo picó, se lo fumó, se lo tragó, y ya nada era suficiente para él; venía gente extraña a decir que Tato debía dinero, que le habían prestado, que no devolvía.  Y su madre buscó ayuda pero nadie la pudo ayudar.  Y Tato delgado, con los ojos hundidos, desesperado, ma, por Dios ma, te juro que es la úrtima vez que te pido dinero, te lo juro por er niño.  Así encontraba razones para hacer de cada petición la última, y el dinero volvía a desaparecer, y él volvía al mismo desespero.  Y su padre, vete de esta casa, estás matando a tu madre, lárgate cachocabrón porque te voy a matar.

Y Tato que se va, llorando, y su madre, toma Merche, pa la leche der niño, y si te hace farta una compra yo te la hago, mi niña, que la comida no quiero que te farte.  Y se van a un pisito de los abuelos de ella en el Barrio La Salud, en verdad un cuartito en la azotea, un rectángulo estrecho prestado unos meses, hasta que él consiga un trabajo.  Como tantas veces le contó lo bien que iban a estar cuando saliera aquel negocio, que sí, Merche, que ya verás, tengo un bisnes entre manos con un colega, vamos a dedicarnos a pintar, pero nada de a jornal, sólo por presupuesto, sabes?  pa hacer dinero piba, pa hacer dinero.  Que no hay nada pa comer Tato, yo no le pido más a tu madre, ni a la mía.

Y Merche se va a repartir banderitas canarias por las calles de Santa Cruz, pequeñas banderas adhesivas que pega en el pecho de la gente pidiendo la voluntad.  Prefiere las banderitas a vender pañuelos o bonolotos, son rápidas y cómodas pa colocar.  Puede repartir quinientas en una tarde y estar luego al cierre del supermercado del barrio, espera en la esquina a que saquen las cajas con los restos del día, algún tomate, fruta un poco podrida, un huevo roto, siempre encuentra algo sobrante que llevar para casa.  Tato espera y cuida al niño, Merche lleva una papelina, algún boliche.  Él está ansioso, temiendo el mono, trajiste el limón?, toma la cuchara y el mechero, búscame la vena, Merche, búscame la vena...

Y allí se tumban y se abandonan sobre el viejo colchón, en aquel viaje frío, el día que oscurece, la penumbra una niebla espesa, la casa en silencio.  Y el niño Tato, dónde está el niño, dónde está el niño, Taaaato, Taaato, la ventana, qué hace abierta la ventana, el niiiiñooo......

Merche desde lo del niño está muy rara, más flaca y con los ojos saltones.
Tato parece envejecido, sombrío.

Los domingos a media mañana compran juntos un ramo de claveles y bajan al cementerio.  Andan con pasos medrosos, dolientes, como arrastrando la carga de una pena honda.  Allí lloran juntos mientras limpian la tumba y colocan las flores.  Luego se sientan sin decir nada, los cuerpos colgantes, las miradas perdidas en la losa blanca.  A la salida del cementerio comparten un coñac barato en el auto-bar y enjugan sus lágrimas.

Un día, mirando al cielo, Tato explotó en un llanto inconsolable.  Señor, qué he hecho con mi vida, Señor, qué he hecho, dónde he tenido yo la cabeza, Señor... soy un desgraciado, necesito un boliche pa levantarme de la cama, y otro pa echarme a la calle, y otro boliche pa buscar más boliches, y otro pa volver a mi casa, y hasta pa irme a dormir, he desgraciado a mi familia, perdóname Señor, perdóname ma, perdóname Merche, perdoooónameee...

Desde aquel día dejaron de venir, y ya nadie cambió las flores secas, nadie arrancó las malas hierbas que se fueron apoderando de la sepultura.

Tato está ingresado en La Residencia, dicen que tiene sida, que se infectó en la cárcel.  Su madre lo acompaña, con aquella fatalidad de siempre; ahora no se aparta de su lado mientras él se apaga.
Y Merche ma, dónde está Merche... quédate aquí conmigo hasta que se haga de día, porque ya su sueño no era un descanso sino una agonía.

Dicen que Merche está loca, camina tiesa como un palo, vagabundea, la vieron bajando por el arcén de la autopista, con el pelo y la ropa descuidados, que no atiende a razones, va como un animal perdido con una mirada extraña, que habla sola, y que a veces estalla en una risa perturbada, que vive en la calle, merodea papeleras, anda durante horas o se para otras tantas, que se sienta y no deja de mover las piernas ni de fumar.

Merche, tan niña, la melena al viento, los ojos como la mar, ardiendo en deseo, qué cosas me haces Tato, y las risas, siempre las risas, los colegas, la placita, te haces un canuto, Tato?  qué pasa pibita, quieres una calada? ja, ja, ja, ja...

La mar oscura rumiaba en los muelles y la ciudad estaba cubierta por una nube amarillenta, como de rescoldos candentes arrojados por la cercana refinería, un cielo sucio atizado por los focos del carnaval. 
Merche llegó a la plaza con pasos menudos, con andar desordenado.  Nadie sabe cómo pudo entrar al Casino, tal vez el gentío del carnaval, la noche, los disfraces;  se dirigió a la terraza y desde allí se lanzó al vacío.  Su cuerpo se rompió sobre la acera. 
Dicen que la oyeron reír mientras caía, que su melena color miel se abrió en el aire y parecía abrazar a alguien...


A donde tú me lleves, Tato, a donde tú me lleves....



I CAN'T GET NO SATISFACTION




Rodrigo se pasó la mañana mirando con desespero el reloj. Atendió distraído a los clientes del banco  sintiendo el descontrolado galopar de su corazón como un recordatorio permanente. Hoy no podía llegar tarde, de ninguna manera, no quería perderse ni un minuto de aquel encuentro, no señor, a la mierda el banco y sus clientes, se iría, ya lo creo que se iría, nadie ni nada lo iba a detener.
A las once menos cuarto quiso salir disparado, pero el Director estaba al acecho. Le veo muy nervioso, y se está tomando usted  estas últimas semanas más tiempo del que le corresponde para desayunar, o acaso cree que no me he dado cuenta?. Rodrigo no podía mirarlo a la cara, intentó justificarse pero sólo le salió un balbuceo incoherente. Supongo que no hace falta recordarle que debe usted cumplir con su horario. Sí señor, lo tendré presente, contestó en voz baja antes de  escabullirse y  lanzarse Calle Castillo abajo como un surfero en la cresta de una ola.

En diez minutos se plantó en la terraza del Olympo y cuando probó el primer buche de café daban las once en el reloj del Cabildo. Confirmó la hora en su propio reloj y oteó el horizonte de la plaza. Tuvo aún unos minutos para pensar, era joven pero sin embargo con treinta años ya se sentía viejo, como si la vida hubiera pasado sin darle la oportunidad de disfrutar, no se veía ambicioso, tal vez no tenía talento para aspirar a algo mejor en el vivir rutinario que llevaba, o era demasiado tímido. En el  banco no paraba de hacer cursillos, pero sin motivación... en fin, no creo que ninguna mujer se pueda interesar por mí, no sé...

Cerca de allí Amanda bajaba por Angel Guimerá.  Como elegante leona se mueve con aires de pasarela. Se ondula en la brisa y se  balancea su minifalda multicolor que simula sus escasas caderas y muestra unas piernas delgadas cubiertas por ajustadas medias negras. Cubre su pecho atablado con una blusa oscura y chaqueta abierta a juego, que muestra un tostado rectángulo abdominal adornado por un piercing anclado al mismo brocal del ombligo. En entretenida charla con su móvil hilvana una retahila de marcas, precios y diseños exclusivos. Sus labios húmedos  se hacen agua en las comisuras. Sonríe, masca chicle y hace caídas de párpados como tiernos desvanecimientos mientras su mano libre juega con las ondulaciones de su melena color miel. Pasado el Teatro, cruzó por Cruz Verde y se dejó llevar por la corriente de la Plaza La Candelaria hasta la terraza donde él la esperaba.

Ambos se hicieron los sorprendidos, ella con soltura, él acogotado por la timidez. Al sentarse ella lo rozó con su pierna y él se estremeció como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Pidió un café y mientras el camarero atendía le contó algo sobre una clienta de la Peluquería, luego  un nuevo capítulo de sus aventuras amorosas,  sabes que conocí anoche a un tío?. Lleva un mes contándome estas cosas, por qué?. Él trataba de contener la tensión con rigidez mientras la miraba a los ojos, o aprovechaba como siempre algún resquicio para mirar su pecho, sus muslos, su entrepierna, para adivinar su cuerpo debajo de aquellas telas vaporosas. Ella le daba detalles morbosos, y él se embriagaba con sus palabras, con su perfume, por qué le excitaba tanto aquella forma de tocarse el pelo?, y le seguía contando una vez más sus juegos eróticos de la noche anterior, él no sabía cómo ponerse, experimentaba todo tipo de sensaciones, por qué me cuenta esto, con esa naturalidad, y ese aire distraído, por qué?, todo en ella es tan voluptuoso, cómo la deseo, se lo digo?, no, no puedo, no puedo... Y entonces él me dice..., pero claro, si yo lo acababa de conocer..., pero tío, qué te has creído... bueno, total que terminamos... ja, ja, ja ... se reía ella, con aquella boca jugosa, mostrando sus dientes blancos lechosos, y a él se le iba la cabeza, y hasta se mareaba,  la codiciaba, se sentía feliz sólo con verla, con oírla, pero triste al mismo tiempo porque su hermosura le hacía más consciente de su vida miserable,  se descontrolaba, intentaba corresponderle con una sonrisa y se quedaba en un rictus,  se sentía torpe, quería huir pero no podía dejar de contemplarla.
  
Y .... mañana te vas...  Sí tio, por fin, dos semanitas de vacaciones en Barcelona, y el concierto de Los Rolling... Pero, entonces ya no nos vemos hasta... Ya no nos vemos hasta mi vuelta tío, ja, ja, ja, rió ella con ganas extendiendo sus brazos arriba. Oye, me voy, que dejé a una señora en el secador y la voy a encontrar tostada, un beso, muac, muac, hasta la vista, pásatelo bien...

La vio alejarse alelado, la perdió de vista sin poder reaccionar,  sus hombros se volvieron plomizos y sintió cómo se precipitaba en la melancolía. Recordaba con claridad la primera vez que la vio entrar al Banco, tenía los ojos dulces y llevaba el pelo de seda recogido con un lazo rojo,  lucía una piel nueva, una sonrisa radiante, y era tan hermosa... Miró su taza manchada de carmín, la tomó y la llevó a sus labios, puso su boca donde antes estuvo la de ella, aún conservaba su perfume. Luego miró su sillón y le pareció sentir allí la huella cálida de su cuerpo aún latiendo. Tiró sus llaves al suelo, se agachó a recogerlas y con disimulo restregó su nariz, su boca, su cara toda sobre el asiento buscando el aroma excitante de su sexo. Al volver a su sitio se dio cuenta de la hora. Mierda,  oye, me cobras por favor?.

Subió la Calle Castillo con la pesadez de su revoltura; no paraba de reprocharse el no haber sido capaz de decirle nada, cómo le torturaba aquella lucha interna, quería dejarlo todo, ir tras ella; estaba trastornado, atrapado en un remolino de emociones, no sabía si gritar, destrozar algo, cometer algún acto irracional; su corazón seguía golpeándole el pecho como un martillo y una fuerte excitación lo llevó a encerrarse en el baño del banco a buscar alivio.

El Director lo vio llegar mientras hablaba por teléfono, miró el reloj y puso cara de disgusto. Cuando colgó se dirigió al baño y golpeó con firmeza la puerta. Rodrigo, haga usted el favor de salir... No, se oyó desde el interior. Le digo que abra la puerta, no sólo se toma usted el tiempo que le da la gana para desayunar, sino que ahora se encierra en el baño... Que no, se oyó con más rotundidad. El Director pegó su oído a la puerta y creyó distinguir un gemido de placer. Pero Rodrigo, se puede saber qué está usted haciendo?, le ordeno que abra esta puerta inmediatamente, Rodrigo, Rodrigo...
Ya algunos empleados se habían acercado al baño atraídos por las voces del Director cuando Rodrigo abrió la puerta. Se arrancó la corbata, tomó aire ensanchándose y con una sonrisa de oreja a oreja les dijo, váyanse a la mierda.


Se lanzó a la calle y entró en la primera agencia de viajes que encontró. Si, ida y vuelta, dos semanitas en Barcelona. Se carcajeó y  agitó los brazos arriba en un bailoteo. Estaba decidido. Se marchaba a ver a Los Rolling.



BORN TO BE WILD




Toño el Guelilla era un tipo delgado y fibroso, de brazos impulsivos y manos como garras.  Con 18 años ya tenía su cara morena y huesuda marcada en peleas de navajas, al igual que su cuello de jirafa de venas inflamadas al hablar.  El Guelilla tenía un palique anfetamínico temido en todas partes, una cháchara poderosa y peleona, convincente a la hora de amenazar o sablear a los colegas que brotaba de una boca seca pero incombustible.  Era un pastillero experto en bustaids, centraminas, antiobes... que parecía vivir en un colocón permanente y con un veneno en la sangre que le empujaba a la calle a buscarse la vida contra el mundo, como un depredador que lo mismo vendía medio kilo de alfalfa por hierba congoleña, arrancaba la cámara a un turista en la Plaza de España o se hacía cualquier bisnes con los estibadores en la Marquesina que le reportara para sus vicios.

Vivía con su madre en las últimas casas de Los Llanos, en una heredada de su abuelo El Puntero en paz descanse, que les mantenía en litigio con el Ayuntamiento por estar condenada a derribo y en cuya fachada descarnada había colocado un cartel que decía, esta casa ni se compra ni se bende y a mí nadien me echa de aquí.

Aunque a su casa sólo iba  tarde en la noche o de amanecida, y a dormir. Empujaba aquella puerta que maullaba como un gato en celo y del sobre cogía los fósforos y la vela porque la luz siempre la tenían cortada por falta de pago. Y se encontraba a su madre roncando en el sillón con una botella vacía a sus pies.  Vieja, ya estás borracha otra vez?.  Eeehhh?, cáaaaaallate, cuánto dinero trajiste?.  Nada.  Cómo que nada? Ya te lo gastaste en drogas y en putas, verdad?, y pa eso me despiertas?, desgraciado putañero, drogadicto de mierda... y él se encerraba en la habitación huyendo de los gritos de aquella vieja deslenguada. De niño y durante años se preguntó  qué había hecho él para que su madre lo odiara de aquella manera; más tarde aprendió a defenderse de ella odiándola también. Encerrado se tumbaba en el sofá cama y se fumaba un canuto escuchando el transistor, y recordaba a su abuelo, allí enfrente de casa, en la misma playa entretenido con el barco, el antebrazo tatuado con una sirena, saliendo a pescar y trayéndole una estrella de mar, una caracola, las botellas de vino escondidas en la trona, borracho huyéndole a su abuela...
Su abuelo no le pegó, ni lo espantó de su lado, fue el único que no le hizo sentir como un perro sin amo.  Nunca le dio un beso, nunca le contó un cuento, y además se murió de repente, sin despedirse, pero por lo menos lo dejó estar con él, y de vez en cuando le hablaba para enseñarle cosas.  Lo llevaba a mear con él, Toñito, le decía, apunta el chorro a los fiscos de mierda que están pegados en la taza, así, ves cómo  se van arrancando?, apunta bien pa que aproveches la meada porque si no te jodiste, ja, ja, ja...    

Se levanta tarde, y ya su madre no está.  No sabe a dónde va ni qué hace, pero siempre vuelve con alguna botella. En la decrépita cocina se prepara un cortado de leche condensada vertiendo generoso del cacharro chorreante de La Lechera.  Enciende un cigarro, se pone las gafas de espejo y se bota a la calle.  Buenos Aires y el Bar Carmelo, cae un tubo de ruedas, bustaid, recién llegadas de la peni, se come alguna y visita a la clientela, lo vende en la mañana. El Mercado y sus garitos, niña qué, me das un chicharrito frito?, qué passa Gueli, quieres chocolate culero, un doble cero traído del moro;  La Alameda y un vinito compartido a gollete; en el El Toscal, el Bar La Pila, La Placita, un tute subastado, Lolo, qué pasa mano, enciende ahí, le pasan una quima de hierba y la divide, vende dos. Y al anochecer Miraflores, con los ojos enrojecidos y las pupilas dilatadas, Bar La Gaditana, saluda a Yina, la tetuda, qué pasa niña, déjame argo ahí.  Chacho, qué dices, si no tengo ni pa mí, pero la acosa hasta sacarle algo.  Una cuarentona rubia y repintada, Rakel, le sonríe desde la barra mostrando un diente de oro.  Le señala con la  mirada a un tipo corpulento que está de espaldas.  Es marinero y va cargado. Hay timba. Juegan al tute. El Guelilla lo mira calibrándolo, se palpa la navaja en el bolsillo. Atraca en la barra , pide una cerveza y espera.  Fuma empedernido y vacila con las putas.  El marinero pide otra cerveza. Esta se la sirve Rakel, con un chorrito de aflojatodo. A los veinte minutos el marinero se levanta y entra en el baño.  El Guelilla le cae detrás.  Sigiloso observa cómo se cierra la puerta del cubículo.  Sabe que no hay fechillo.  Escucha el ruido metálico de un cinturón al desabrocharse.  Espera unos segundos y le da un empujón a la puerta.  Se encuentra al tipo encuclillado.  Le afloja una patada en la boca y lo deja sentado en la taza turca.  Lo inmoviliza tapándole la cabeza con su propia chaqueta.  Hurga   en los bolsillos laterales y coge la cartera.  Le arranca del cuello una gruesa cadena de oro y sale corriendo con la cara desencajada.  El bar se vacía.  Todos desaparecen en la calle. Termina la noche con Rakel en una pensión, colocados de todo. 

A la mañana siguiente coge un taxi hasta su casa, se encierra y desaparece unos días.  Pero la vieja es insoportable. Sale una noche sin luna, lluviosa y fea, las calles están solitarias. Cuando está desesperado no respeta a nadie.  La gente le huye.  Necesita una anfeta.  Recaló frente a una farmacia de guardia. La  cola  languidecía ante la exasperante lentitud de un  farmacéutico de ceño fruncido y su ayudante.
 
El Guelilla se atusó el pelo, desabrochó los botones del cuello de su camisa para mostrar sobre su pecho un crucifijo de plata que usaba para aquellas ocasiones y entró apresurado con las solapas del abrigo subidas, las manos en los bolsillos y cara de yo no fui.  Se saltó la culebreante languidez y atracó en el mostrador.  Gesticulando se dirigió al farmacéutico, oiga hagaerfavor y deme estas pastillitas que son pa mi madre.  El farmacéutico tomó el trocito de papel que le puso el Guelilla sobre el mostrador y le dijo, esto no se despacha   sin receta y esto no es una receta.  Haga erfavor hombre que tengo a la viejita destrozada de los nervios.  Pues esto no es para los nervios, así que llévela usted a un centro de urgencias.  Es que la vieja está a dieta sabe? Y si no toma esto se pone fatar, y entonces tengo que salil a buscasle como sea er medicamento porque la vieja no me tiene sino a mí, sabe?, y..., un murmullo asombrado surgió del ordenado letargo.

El vetusto boticario lo miró por encima de las gafas, levantó su ceja derecha, la de su ojo más escrutador, y lejos de conmoverse ante la lastimera demanda puso distancia, estiró el cuello y le largó, caballero, diríjase con su madre a un centro de urgencias,  yo no le puedo ayudar.

Pero es que usted no entiende, la vieja no tiene sino la pensión cabayero, yo no la puedo yevar a ninguna parte, sabe?, y yo estoy en er paro desde hace un año sabe?, insistió el Guelilla aún más suplicante y a punto de derramar alguna lágrima.

El farmacéutico, ya con un leve tic en el finísimo bigote, estiró no sólo el cuello, sino todo su encorvado cuerpo, disculpe caballero, no puedo dispensarrr sin receta, y dando por zanjado el tema siguió atendiendo.

El empleado se le pegó al costado con cara de perro complaciente con su amo y le susurró eficiente, llamo al ceronoventiuno?.

Humm, murmuró el farmacéutico negando con la cabeza.

El Guelilla se dirigíó al ayudante, oye pibe, enrróyate ahí mano, que te juro por mis hijos que esto es pa la viejita.  El ayudante nervioso escabulló la mirada.  Venga ya tortolín, enrróyate ahí..., eres un poyaboba, enterado, que er poyo que me comí al armuerzo tenía más vida que tú.

Llamo al ceronoventiuno?,  insistió el eficaz empleado con voz temblorosa.  Eh?, cómo?, no, no... respondió el atónito farmacéutico.

La cola empezó a protestar y el Guelilla se les encaró, qué pasa tortolines de mierda?, eh?, qué pasa?, en ese momento sacó una navaja del bolsillo, qué?, quieren que raje a argún mamón?, y tú métete las medicinas por er culo cabrón de mierda, que er día que te tranque te vas a enterar, te voy a rajal como una caballa cabrón ...mientras se dirigía hacia la puerta, no sin antes agarrar el bolso a una señora a la que amenazó con la navaja y que lo aferraba gritando como una histérica.  Un tipo salió en su ayuda pero El Guelilla  en un rápido movimiento le pincho en un costado.  El tipo desorbitó los ojos, se llevó las manos al navajazo intentando atajar la sangre y cayó al suelo como un costal.  La cola se apartó espantada.  El Guelilla agarró el bolso con más fuerza, suértalo o te vas a cagar en las bragas hijaputa, y dándole una patada en la cadera se lo arrancó.

Por tercera vez y con voz temblorosa el empleado preguntó, llamo al ceronoventiuno?. Sí, sí, llama, llama...
           
Ya con el bolso en la mano se lanzó ciego y veloz a la calle.

El coche no pudo evitarlo. Se oyó un chirrido de frenos y un golpe seco.  El Guelilla voló unos metros hasta caer contra un contenedor de basura. Quedó tendido en el suelo.  Pasaron unos segundos de silencio hasta que la cola encabezada por el farmacéutico salió en expedición al lugar del que procedía un gemido.  El conductor del coche temblaba aferrado al volante.

La voz se extendió por Santa Cruz.  Al Guelilla se le acabó el vuelo.  Se lo llevaron a la península donde estuvo mucho tiempo recuperándose en un hospital.

Quedó con invalidez y volvió en silla de ruedas.  Las cosas habían cambiado.  A su  madre la habían encontrado muerta rodeada de botellas vacías.  Y la casa había sido derribada.  Sólo encontró un montón de escombros y medio entullado el cartel que él mismo había escrito, esta casa ni se compra ni se bende y a mí nadien me echa de aquí.

La ciudad crecía y no se detenía ante nada. 

Le dieron una pequeña ayuda por lo de la casa y se instaló en una pensión barata.

Quiso recuperar las viejas costumbres, volver a la juerga, a las amanecidas, a los antiguos trayectos pero todo era distinto ahora, no podía con aquella silla de ruedas, le habían perdido el respeto y, además, estaba solo en el mundo.  En las sombras, algún enemigo aguardaba su indefensión.

Una noche en que emborrachó su amargura terminó en el muelle sur acordándose de su abuelo, Toñito, hasta pa ser un hijoputa hay que tener categoría porque si no te quedas en machango. No supo porqué recordó precisamente esas palabras de su abuelo pero se sintió triste, solo.  Estaba al borde del dique y con  los ojos cerrados cuando de pronto algo le sujetó por detrás.  Una musculosa mano rusa le agarraba del chaleco y entre risotadas le golpeaba la espalda amistosamente hablándole en una lengua incomprensible.

En volandas terminó en el camarote de un barco abarrotado de camaradas, empapelado con fotos de mujeres desnudas e iluminado con luces de colores.  Entre vodkas y balalaikas consumieron la noche.  Al amanecer fue depositado de nuevo en tierra y despedido con viriles choques de manos y promesas de nuevos encuentros.  Había aprovechado para robar un puñado de revistas pornográficas que manoseó durante días y terminó vendiendo en Miraflores.

Un día unos antiguos conocidos lo encontraron en La Gaditana; sabían que andaba necesitado; le recordaron su grandeza y le propusieron un bisnes, algo para un tipo como él, con dos cojones.  Tenía que ir a Cádiz, a una dirección concreta, allí le llenarían los tubos huecos de la silla de ruedas con perico y vuelta pa casa, quieres una rayita Guelilla o quieres tirarte a Rakel?, ja, ja, ja, primo, tú has sido de los grandes, ja, ja, ja... Te pagamos el ferry ida y vuelta y te damos cincuenta talegos. Eso está hecho, mano.

Y El Guelilla se embarcó.  Pero a la vuelta la Guardia Civil lo estaba esperando en el muelle.  Alguien lo había denunciado.  Ajustaban cuentas pendientes de los viejos tiempos.  Por reincidente se comió muchos años de talego.

Regresó envejecido, a la pensión, y aún con las piernas muertas volvió a transitar el muelle, le hacía el caballito a los turistas con la silla de ruedas, relinchaba, foto, foto, los turistas se reían y él los acosaba pidiéndoles, moni, moni... hasta conseguir unas monedas que se iba a gastar  en bebida, mientras la dueña de la pensión lo perseguía para cobrarle los atrasos.

Hoy lo vi,  mendigaba en la puerta de La Concepción, mezclado con yonquis y  lisiados de los que transitan el comedor benéfico de La Noria.  Se hizo un veterano, un pobre de verdad, de los de toda la vida.  Se apalanca en la puerta de la iglesia y cumple el horario de misas como cualquier trabajador.  Desmaya su cuerpo, pone ojos acuosos, muestra los pies llagados por la mala circulación, o se queda pálido como un cirio mientras extiende la mano y caen unas monedas.
           
Pero si algún intruso se mete en su territorio se transforma encabronándose, se le hinchan las venas de su cuello de jirafa, se le oscurecen las marcas de su cara ya tostada, y hasta la silla de ruedas en sus garras se vuelve amenazante, qué estás buscando tú aquí gediondón?, vienes a robarme er pan?. Lárgate porque te rajo, pol la viejita que te dejo seco como un chicharro, cabrón...

Sabe distinguir quién va a darle algo sin tener que esforzarse demasiado, sí, esas mujeres mayores que le echan algún alegato piadoso, y mientras, le sueltan veinte duros, ésas que siempre llegan tarde y entran de puntillas en la iglesia, ésas son las buenas. Por eso cuando las ve venir pone su cara de martirio, da las buenas horas y extiende la mano, y cuando cae la moneda ladea la cabeza con una expresión de recogimiento avergonzado y repite las gracias hasta perder de vista  a su caritativa benefactora. Luego mira a un lado y a otro,  saca un pañuelo anudado, lo abre y mete las monedas contando una y otra vez con  su particular avaricia.


Mientras lo vuelve a anudar y lo guarda en el bolsillo va calculando si le va a dar para vino, para anfetas o para  putas lo recaudado. 



DANZA DE VIENTRE




La  Toyota es una puta todo terreno de ojos grandes y desamparados hechos a las madrugadas de Bravo Murillo, cuya mirada peregrina  parece estar siempre buscando. Exhibe cada noche su cuerpo excesivo, curtido en las calles y  remodelado tajo a tajo en sucesivas visitas al quirófano. Labios rellenos como almohadas, que le hacen una boca morruda, ofendida, de la que emerge su voz abundante y viril; caderas henchidas en minifalda ajustada,  top atigrado de carnes rebosantes; desprende Chanel y golpea la acera con sus tacones de aguja que suenan como un desafío, como un reto que tienta a los solitarios buscadores de amor, y que oculta, detrás de su puesta en escena, la esperanza de encontrar ella misma el amor que reparte, no sabe dónde ni cómo, pero es la razón que la mantiene  
Se apoya en una palmera y se coloca los pechos. Extrae del bolso la polvera, se mira en el espejo y se retoca los labios, se atusa el pelo... Luego enciende un cigarrillo, se exhibe como un pavo ante un coche perezoso, y no para de moverse, de lanzar bocanadas de humo con aires de mujer sofisticada, en un paseo continuo de ida y vuelta, entre las palmeras de su desolado jardín .

Un coche repleto de pibes se detiene,  gallitos entremezclan  risas con  groserías. Ella sabe que sólo quieren jugar, y les da juego, los aviva. Ellos se ponen garañones, dan rienda suelta a sus lenguas y se excitan con sus propios excesos. Al final se van ufanos dejando una estela de risotadas, y en la noche se pierden sus ladridos.

Frena un cliente apresurado, ella sube, desaparecen rumbo al discreto servicio. Ya de vuelta se recompone repitiendo el ritual del espejo, la barra de labios, el perfume, el cigarrillo... a la espera del coche siguiente, siempre a la espera del coche siguiente

Ibrahim, el Árabe, la encontró una noche en que paseaba sus solitarios ardores. La rondó temeroso e inexperto. Ella lo supo indefenso y lo abordó con su voz cavernosa, te la chupo, corazón?. A él le gustaron sus labios toscos y henchidos,  y en sucesivas visitas sus dilatadas caderas, sus pechos maternales, y se aferró a su olor, a su presencia.  Porque Ibrahim, ya en la cincuentena, descubrió con desespero que la vida se le iba, y ésta no tenía sentido si no era con una mujer a su lado, una mujer de la que sentirse responsable, con la que compartir su soledad, una mujer a la que tratar como a una reina, y que le hiciera a su vez sentirse el rey de su casa, una mujer que tal vez aún le diera un hijo, un descendiente y heredero.


El Árabe fue un hombre de vida ordenada, laborioso y honesto, un comerciante de telas que vendiendo a domicilio  logró amasar una pequeña fortuna. Y recorrió la isla de punta a punta con sus maletas repletas de género, siempre buen conversador y atento con las mujeres, sus mujeres del campo, socarronas, pícaras, inocentes, regateadoras, desconfiadas, compartió con ellas la gotita de café, en sus patios, en sus cocinas, y se entendían de manera especial cuando les ofertaba paños de cocina, muselinas, dril, algodón... Y así se compró su primer coche, y hacía cómodo  su recorrido, y siguió con su labor de la mañana a la noche, porque su vida fue el trabajo, y se compró un local en El Cardonal, y sobre el local terminó construyendo su casa, y allí volvió a su descanso, a su intimidad, y en esa intimidad nunca hubo nadie,  la gente no se le acercó más allá del comercio, porque al Árabe se le imaginaban rarezas de extranjero, rezos, comidas, costumbres; nunca transitó bares, no fumaba, no bebía, no maldecía, no era como otros hombres.

Pero ahora no le bastaba el trabajo para colmar su vida, el tiempo pasaba tan deprisa, y no tenía a nadie,  y siempre quiso un hijo, una familia,  un hogar.

Se debatió durante días, un hombre de su edad y condición lo tenía difícil con las mujeres. Tal vez esta fuera su última oportunidad.  Por eso al final retiró a La Toyota, para recuperar el tiempo perdido, y la trajo a su casa, y la trató como a una reina, una reina que parecía estar aún en edad de ser madre.

Y ella complacida cuando él la invitaba cada noche al Chino-Pizzería, y él satisfecho en su comercio mientras  ella salía de compras y recorría los Todo a 150 del barrio,  feliz cuando cerraba al mediodía y subía a casa, que ya era un hogar, donde ella lo esperaba con los platos humeantes del almuerzo, y así se fueron amando, discretos, sin estridencias, y ahuyentaron las soledades al abrigo de aquel techo, y ella saboreaba el sentirse por primera vez respetada, cuidada, protegida, y aunque le tiraba la calle, no fue más allá del barrio, y se apartó de la noche, de aquella vida.

Un día él le habló del hijo que no había tenido, sí, ya era mayor pero tal vez aún estaba a tiempo, quería intentarlo, la necesitaba a ella. La Toyota guardó silencio y días después le confesó que estaba operada, que había sido un hombre pero ahora era una mujer. Él la miró con sorpresa, no entendió, no supo reaccionar. Después de unos días de verlo encerrado en su silencio, ella cogió sus cosas y se marchó sin que él supiera detenerla. Al verse solo, cogió su coche y desapareció. Volvió al Sur, después de muchos años se reencontró con sus antiguas clientas, compartió con ellas café y conversación, durmió en sus antiguas pensiones de Arico, San Miguel, Valle de San Lorenzo... hizo lo que nunca había hecho, se emborrachó, y terminó empotrando su coche en las puertas de un puticlub. Una de las chicas lo invitó a pasar y él terminó contándole su historia. Ella lo escuchó atenta, no le pidió nada, se compadeció de él, de su corazón limpio.
Al final le dijo, con duro acento ucraniano y seguridad de sabia consejera,  conseguiste ser feliz con ella  una vez y puedes volver a serlo; si la abandonas tu corazón desencantado te condenará a la soledad...

Volvió a casa después de una reflexiva resaca. Esa misma noche salió a buscarla. Recorrió Bravo Murillo, cada esquina, cada palmera. Preguntó por ella y le señalaron un bar  de los alrededores. Allí la encontró compartiendo su aflicción con una amiga. No tengo nada que ocultarte,  soy operada, he sido puta de esquina, bailarina de cabaret, y algunas cosas más... y me enamoré siempre de hombres que no me convenían, el último me lo quitó todo... pero aquí estoy, yo tampoco tengo a nadie.

Vámonos a casa, le dijo él.



CLÁSICOS VECINOS




En un ritual solitario, Marcelo se asomaba cada noche al pequeño balcón del patio interior del edificio, miraba primero al cielo, un rectángulo en el que lucían escasas estrellas, y que sentía inquietante en su profunda oscuridad, y luego a los demás balcones, pequeñas celdillas de luz cenicienta que daban al mismo patio, habitadas por soledades vecinas, desprotegidas tal vez bajo la misma oscuridad, bajo las mismas escasas estrellas que van y vienen arrastradas por una misteriosa corriente gravitatoria.

Observó con sorpresa que el 5º F había sido ocupado de nuevo, apenas unas semanas después del suicidio de su inquilina, y sintió un profundo estremecimiento, tristeza.  Luego se recogió en su salón, un pequeño habitáculo de paredes blancas que hacía de pasillo entre la cocina y el diminuto balcón, y que estaba ocupado por un equipo de música y muchos discos sobre la misma mesa esquinera, un sofá de escay rojo de dos plazas, un televisor 14” sobre un mueble modular y una estufa eléctrica cuyo cable de enchufe culebreaba por el suelo, aparcada junto a una maceta de barro con una planta seca.  Una lámpara de mimbre situada a media altura iluminaba escasamente la estancia.  Sobre el sofá, como una presencia fantasmal, un estuche conteniendo el violonchelo, su instrumento de trabajo. 

Desde el sofá distinguía su figura en el espejo de la pantalla apagada del televisor. Apreció claramente su obesidad,  se fijó en su cabeza y se atusó el pelo con amaneramiento, intentando disimular una calva avanzada.  Experimentó esa lucha interior ya conocida ente su lado amable y su lado destructivo, una lucha interminable de la que huyó con un profundo suspiro.  Luego encendió el televisor, la radio, todas las luces de la casa sin saber porqué.  Tal vez trataba de espantar la soledad.

Hacía poco tiempo que compartía pared con un nuevo vecino, también solo y cuarentón como él, moreno de pelo negro erizado, de ojos profundos, guapo, muy guapo.  Aún no le conocía, en fin, su timidez, cómo le costaba ser sociable, aunque se habían saludado en una coincidencia de escalera con un correcto buenos días, parecía tan serio.  Le avergonzaba incluso mirarle directamente a la cara al cruzarse, aunque le excitaba la posibilidad de coincidir con él en el ascensor.  Sospechaba que también entendía.

Una compañera de orquesta lo veía algo más excitado de lo habitual; no paraba de observarlo.  Por supuesto no le contó nada, era una cotilla.

Porque aquella relación que vivía en secreto se estaba convirtiendo en un juego que anhelaba, que le llevaba a casa cada día con más ganas.  Aún sin conocerse ya compartían cosas, a veces en los silencios, los olores, las músicas, sí, había como un diálogo de los sentidos, y era intencionado, estaba seguro de que era intencionado, y facilitado por la estrechez del tabique del salón, ese que al mismo tiempo les separaba y les unía, como un puente.

Ahora mismo sé que está aquí, a mi lado, apoyado en este muro, lo siento, en ese silencio recogido... una tarde le puse una ópera, Madame Butterfly, sí, atrevida, lo sé, pero estaba tan excitado... Me respondió con un silencio respetuoso y atento, y después con una hermosa pieza de piano desconocida, dulce, intrigante, sí, quería intrigarme, me apoyé en la pared con los ojos cerrados y lo sentí, tal vez estuvimos espalda contra espalda... Fue una noche intensa que culminó con un intercambio de olores. A través de los balcones se colaron  las frugales cenas que precedieron al sueño.

Marcelo era un ser frágil y soñador.  Encontró aliento en aquel juego, tanto que incluso pareció aumentar el número de estrellas y la intensidad de su brillo en esa porción de cielo que seguía contemplando cada noche. 

Compró nuevos discos, nuevas músicas que atravesaran la limitada separación vecinal y como mensajes certeros llegaran a los oídos deseados.  Vivía atento, muy atento a las señales que interpretaba como respuestas a sus llamadas melódicas.

Hace pocos días lo sentí triste, no llegaban ecos de su vida vecina hasta mis sentidos.  Me preocupé.  Recuerdo que mi madre me llamó, había olvidado su cumpleaños.  Me invitaba a merendar,  inventé una excusa.  Ella aprovechó para contarme un nuevo capítulo de la vida de su loro.  No la soporto, me saca de quicio todo ese amor que le pone al loro.  A mí siempre me trató como a un animal y ahora tiene un loro al que trata como a un hijo, Dios.
En fin, pero volvamos a él.  Se me ocurrió brindarle unos Allegros Vivaces sin obtener respuesta.  Pegué mis oídos a las paredes compartidas esperando alguna señal, un llanto ahogado, algo. Al llegar la noche le ofrecí el Adagio, y supe de su triste abandono al ver que se fue a la cama sin una señal, sin una luz, tal vez incómodo por mi insistencia.  Puede que de verdad quisiera estar solo.  Esa noche no pude dormir, me moría de ganas de tocar a su puerta, de ofrecerle mi ayuda, de ofrecerme a mí mismo...

El último domingo ya fue verano.  Madrugué, fui al mercado, traje flores, vino, quesos... El sol lució espléndido desde muy temprano, y mientras hacía mis cosas de casa le brindé la alegría de las Estaciones y Vivaldi me puso barroco. 
Coloqué un precioso mantel en la mesita del balcón con un ramo de flores, luego inundé mi espacio con el aroma de un incienso fresco, hice un té oloroso, lo dejé reposar en la ventana y puse afuera una taza para él; prudente me senté cerca.
Él lo percibió y abrió su balcón al mío.  Tomé mi té mientras lo sentía muy cerca.  Luego, resguardado en mis cortinas lo vi recoger una enorme toalla de playa e introducirla en un bolso; ¿se va?, no importa, lo esperaré, le brindaré una cena fresca, algo ligero, especial, sé que vendrá hambriento y cansado...Buscaré una ópera tierna, Puccini tal vez...pero...qué suena ahora? ... esa caja... no es posible, entonces no se va... es el Bolero, me ha puesto el Bolero de Ravel...quiere estar conmigo...Dios mío, no lo puedo creer, el Bolero, in crescendo, esa erección, qué provocador, entiende, está claro que entiende, Dios, qué me pongo, esta camiseta, a ver, no huele, no, no me queda bien, mi pantalón corto, dónde está mi pantalón corto... voy a su puerta, sí, voy a su puerta, espera, espera guapísimo que voy...

- Sí?
- Bueno, soy tu vecino...
- Querías algo?
- He escuchado tu música y... bueno, pues...como es domingo y con este día tan bueno...pues...
- Mira, no te entiendo, te pasas la vida con tu música a todas horas y se te ocurre venir a quejarte de la mía?
- No, si no es eso... es que...
- Bueno, disculpa pero es que tengo mucha prisa.
-  Sí, sí, claro, yo es que...

Me ha cerrado la puerta...me ha cerrado...pero entonces el Bolero, no...no era...


Hace días que me he encerrado en casa, me siento una basura, soy una basura, no quiero escuchar nada ni ver a nadie... pero hay tanto silencio... No quiero asomarme al balcón... esas soledades... ese cielo... Este tabique me aplasta... no lo soporto más... Tengo miedo, mucho miedo...



PASODOBLE




Don Anselmo es un hombre calvo, rechoncho y de blanca piel, que vive en su mundo de orden donde cada cosa tiene su lugar. Y no soportaría que nadie alterara esa armonía suya, ese orden perfecto que le permite una vida tranquila y sin sobresaltos, y del que se siente tan satisfecho.

Hace años que Don Anselmo se instaló con su hermana, que parece un calco suyo pero con pelo, en el Barrio de Salamanca, cerca de la Plaza de Toros, en un piso amplio y oscuro, lleno de sombras, de  santos y de fotos de toreros. Ella vive para él, le complace en sus demandas y nunca le lleva la contraria porque sabe de su tozudez. Nadie conoce su procedencia exacta pero se sospecha que de la misma provincia peninsular que lleva el nombre del barrio. Podrían ser hijos de un rejoneador del bando nacional muerto en la Guerra, y de ahí les  vendría su afición por la Fiesta.

Al parecer sus padres murieron a manos de los rojos y tuvieron que criarse  en orfanatos religiosos, hasta que un tío materno militar se los trajo a la isla y se ocupó de ellos.

Viven con unos horarios estrictos y extraños a los ojos de la gente, aunque todo el mundo los respeta y tiene en buena estima por ser personas educadas y correctas.

Don Anselmo siempre tuvo sus manías, en fin, cosas suyas. Por ejemplo, lo primero que hace cuando se despierta es meterse en un baño bien caliente y afeitarse todo el cuerpo. Sólo respeta cejas y pestañas. Su hermana dice que es únicamente otra de sus rarezas, pero hace años que mantiene la costumbre de rasurarse cuidadosamente porque empezó a tener fantaseos repugnantes con su  pelo, y le da asco..., aunque él no habla nunca de esas cosas.
Luego se pasa la tarde en la mesa camilla con varios montones de cartas haciendo juegos de mano,  viendo videos de partidas de póker y tomando café. De vez en cuando hace algún comentario al que su hermana siempre responde con el mismo comportamiento, hace una risita tensa, dice, sí Anselmo, y a continuación bebe un buchito de café con el meñique estirado. Luego le sigue acompañando en silencio mientras hace croché, porque él dice que no sabe estar solo si no está acompañado. Echan las cortinas y entonces la casa se queda en penumbra y se llena aún más de un olor mohoso y viciado.

Al final de la tarde a Don Anselmo le gusta escuchar sus viejos discos  de pasodobles toreros, y juega a dirigir la banda haciendo volar sus cartas con destreza al ritmo de la música, y corea los olés con entusiasmo. Y rememora aquellas corridas de las Fiestas de Mayo, El Cordobés, Antonio Ordóñez, los Peralta, y los locales, Currito de Las Caletillas, el gran Pedrucho, qué tardes gloriosas, siempre vivas en su memoria.

Ya de noche, a las once en punto, sale de casa vestido como un caballero, toma un taxi  y se va al Casino a trabajar. Allí juega a las cartas hasta casi el amanecer como jugador profesional de póker. Quienes le han visto jugar dicen que se toma muy en serio su trabajo, es capaz de agotar la paciencia de sus contrarios, los desespera impasible mientras amontona apuestas o mantiene un farol. Cuando llega de trabajar, o sea de jugar, ya amanece, y su hermana le sirve la cena mientras ella desayuna. Luego él se duerme hasta las dos de la tarde y cuando despierta desayuna mientras su hermana almuerza. Y por la noche cuando se va al Casino a jugar, o sea a trabajar, almuerza mientras su hermana cena.

Dicen que Don Anselmo detesta a los maricones, que cada vez que se los nombran, o ve a uno, sea en la tele o en la calle, se pone enfermo. En una ocasión en que paseaba por La Rambla, como siempre con su hermana, vio venir a un maricón contoneándose, mírale, ahí viene uno de esos guarros reviéntaculos, deberían fusilarlos a todos, pellejas de mierda...
El maricón le oyó y se le quedó mirando, se acercó a Don Anselmo y le dijo, caramba, no te acuerdas de mí?, hace algunos años ya... no vives aquí cerca en el Barrio de Salamanca?, sí hombre, que tenías un salón con fotos de toreros, y una habitación con una cama dorada y un gran rosario en la cabecera, yo nunca olvido a un cliente, te acuerdas ahora?, no fue en esa cama donde me desnudaste?.
Pero Anselmo por Dios, qué dice este hombre, de qué lo conoces Anselmo?, preguntó angustiada su hermana.
Cállate tú, yo a este no le conozco de nada, te enteras?, de nada...
De nada?, no se te refresca la memoria?, si la tenías tan chica que casi no te la encuentro, ja ja ja ja...
Y tú maricón de mierda, lárgate porque te mato, me oyes, te maaato, maricooón, me cago en tu puta madre, maricooón...
Ay Dios mío Anselmo, que te pierdes Anselmo, Anseelmooo...

La gente se arremolinó a ver qué pasaba, pero Don Anselmo, rojo de ira, se negó a dar explicaciones y desapareció con su hermana, mientras aquel hombre amanerado se alejaba mirando atrás y sin dejar de sonreir con sus ojos burlones.

Su hermana nunca más le habló de aquello y desde entonces viven como si jamás hubiera pasado, casi en silencio y sin salir, salvo a las misas de siete y al Casino.

Dicen que Don Anselmo tiene cara de póker porque nunca se sabe si es feliz o desgraciado, qué está sintiendo o pensando, como si tuviera miedo a que le descubrieran un buen juego, como si su vida fuera una deformación profesional.


Se sospecha que puede haber amasado una pequeña fortuna, pero vive de forma tan austera como un discreto jubilado, encerrado entre sus cuatro paredes, formando pareja estable con su hermana, redonda, breve y de carnes pálidas como él, que hace largas tiras de croché para acompañarle cada tarde, mientras él repite, como un ritual, sus mejores olés dirigiendo  la orquesta.



TABURIENTE




Mariluz llegó a casa achispada como cada noche, arrastrando su cuerpo cansado. Empujó la puerta y dejó caer una bolsa de plástico con la ropa del trabajo.

Desde el fondo del pasillo se escuchó una voz áspera con vestigios autoritarios, ¿ereees tuuuú?, sí madre, soy yo... quién coño va a ser, murmuró para sí con hosquedad, mientras se desprendía del bolso y de una chaqueta oscura que le daba un aire hombruno y que liberó el olor de su cansancio.
                  
Tambaleante se dirigió a la cocina, calentó un plato de sopa, cortó unos  trozos de pan y colocó todo en una bandeja con la que se fue al salón a sentarse frente a la tele. Desmigajó el pan en la sopa y comenzó a tomársela con desgana mientras escuchaba las noticias. La voz áspera se escuchó otra vez, ¿estaaás cenaaandooo?. Se le aceleró el corazón y su mano presionó la cuchara. Sí madre, estoooy cenaaandooo, contestó remedándola.

Su estómago pareció menguar y le impidió comer más. Apartó la bandeja. Acercó su bolso, cogió un cigarro y apagó el televisor; fumó en silencio. El zumbido del fluorescente, que desde el techo vertía su luz pálida sobre el salón se metía en su cabeza y terminó haciéndose insoportable; comenzó a sudar... Arrojó la colilla en la sopa y se incorporó como empujada por un resorte. Su mandíbula estaba contraída. Se dirigió al baño y se echó agua en la cara. Al levantar la cabeza quedó frente al espejo, tropezó con sus ojos. Durante unos segundos estuvo obligada a mirarse, y se vió como a una desconocida, sorprendida y resistiéndose a reconocer su decadencia, como si hubiera envejecido de un golpe: una leve curva en su espalda la despojó de la altivez de su cuello y volvió sus hombros tristes, sus ojos enrojecidos estaban enmarcados por la amargura, su piel marchita ... No lo soportó, no toleró ver su cara, ni su cuerpo, le repelía, huyó a su habitación y se tumbó en la cama boca arriba; mientras todo daba vueltas mantuvo la mirada clavada en el techo.

Volvieron las imágenes recurrentes, cargadas de dolorosos latidos, los años en los que aún todo era posible quedaron atrás sin remedio, qué había pasado con su cuerpo, su juventud perdida sin darse cuenta, cegada por los cuentos de su madre, por sus promesas, vivió siempre sin amigas, no salgas con esas que son unas desgraciadas, yo soy tu amiga mi niña, cómo jodió a todos los chicos que se le acercaron, ninguno era suficiente para ella, tú tienes que casarte con un un médico mi niña,  tú eres distinta y no vas a ser pa cualquiera, espera mi niña, espera ..., y esperó toda su vida enredada en las faldas de mamá y aquel médico no llegó, y ella atrapada en un sueño, secuestrada por su propia inocencia en un mundo de peluches y cremas, delicada y frágil como una muñeca que mamá peinaba ante el espejo, recogiendo su melena con una cinta de color, mientras le hablaba al oído, y le repetía mil veces la misma promesa, la vida que le esperaba más allá del pueblo, ropas, joyas, viajes, lujo, con un hombre que la trataría como sólo ella merecía, y sería la envidia de todos, y así cuántos años ensayó miradas de actriz, aprendió posturas de revista, ante el mismo espejo, para pasear por aquel pueblo pobre su frágil arrogancia aprendida de mamá, como una perrita tirada por su ama.

Su padre fue un peninsular, camarero de profesión, que recaló en aquel rincón de pescadores para deslumbrar con su labia a Rosario, su madre, de ocupación sus labores, que cuando moría el verano se enamoró de él a sus dieciocho años recién cumplidos, como premio al dulce momento de gloria de su proclamación como  Reina de las Fiestas del Santo Patrón, coronada para un reinado fugaz con una diadema de engastados brillantes  tan artificiales como su propio trono, el mismo sillón de cada año prestado por el rico platanero local, y con sus damas de honor gran protagonista de la Fiesta de Arte, de la que aún conservaba el programa, aquel papel ya amarillento tantas veces mostrado a su niña, a su Mariluz, como prueba grandiosa de su regio pasado, con el maestro Juan Flores y sus Niños Cantores, la Rondalla Local de Laúdes, Tania la Rapsoda, el increíble Niño Trompeta, y la magia de Blakaman, un gigante bondadoso que era capaz de escupir fuego como un dragón, introducir clavos de varias pulgadas en sus fosas nasales o comerse una cuchilla de afeitar; y en esa fiesta de su proclamación cada artista le dedicó su espectáculo; y se presentó en la verbena con su vestido blanco de Reina; y fue agasajada por los corredores de sortijas que le ofrecían sus cintas bordadas para que las llevara en bandolera, Rosario, cegada por aquel peninsular con coche que servía a los turistas en el restaurante de la playa, por su don de gentes y su dominio de palabras aprendidas de los clientes extranjeros, tan refinado a sus ojos, tan de mundo, y tan diferente a los hombres del pueblo, la venía a buscar al mismo patio de su casa en aquel coche que los chiquillos curiosos rodeaban sin atreverse a tocarlo, deslumbrados por el brillo de sus metales, y mientras él conducía atravesando el pueblo ella se arrimaba a él, radiante, tan crecida, que ya ni saludaba a sus vecinos. Y Rosario sólo para él, entraban, salían, y la gente socarrona siempre en las esquinas, testigos de su paso, murmurando, y ella preguntaba, cuándo nos casamos?,  él la besaba, y le hablaba de sus ojos, de su boca, de su pelo, y la embriagaba de tal manera que ella se entregaba una y otra vez, en cuerpo y alma.

Cuando se descubrió preñada un profundo dolor se le incrustó en las entrañas, necesitaba casarse, la gente hablaba, la boda no podía seguir demorándose, y él aceptó fijar una fecha, el banquete sería en el restaurante de la playa, y esa noche no sería él quien sirviera las mesas, vivirían en la misma habitación de Rosario, compartiendo casa con sus padres, y él prometió hacerla tan feliz, y lo siguió prometiendo hasta la última noche en que lo vio, arrimada a él en el asiento del coche, como siempre en el  patio de su casa y hablándole de sus ojos.

Y Rosario parió sola, y crió a aquella niña que era el vivo retrato de su padre, pelo castaño, tez sedosa, ojos claros, y no pudo odiarlo, ni pudo olvidarlo, tan solo no entendía, pero el tiempo le hizo comprender.

Se volcó en su hija, en su Mariluz, mientras en el pueblo se apagaron rumores y burlas, y aquel pedacito de su amor perdido compensó sus frustraciones.

Verla crecer, tan hermosa y tentadora, la protegió del pueblo, de otras niñas, de los hombres, de todo lo que despreciaba porque no era como ella; estaba convencida de que a su Mariluz le aguardaba un destino diferente y lucharía porque así fuera.

Pero la niña se quedó soltera, y empezó a vivir con la humillación de la soltería, en el sentimiento de haber sido engañada; se le instaló en los ojos una irremisible tristeza, y lloró, durante años lloró porque sólo podía llorar, se encerró, perdió la fuerza y la certeza, no quería levantarse de la cama, ni bañarse ni peinarse, dejaba pasar los días con la misma monotonía, escuchando los rezos de su madre, y derramó tantas lágrimas  que Rosario se asustó, y también despertó de su sueño con la sensación del fracaso de su niña, que era su propio fracaso.

Una noche se emborrachó y dejó de llorar, y cuando dejó de llorar se apartó de mamá, se acabaron las sensiblerías, las confidencias, levantó un muro ante ella y empezó a odiarla. Entendió qué le había hecho la vida y que nunca sería la princesa de ningún cuento. Se buscó cualquier trabajo con tal de salir del pueblo, y tuvo su primer amante al que no amó porque no podía amar, y por el que no fue amada porque  ya no buscaba amor, y se obligó  a pasar de unos brazos a otros buscando sentir, vivir, recuperar el tiempo perdido, pero llena como estaba de rencor, de rebeldía, de desespero, sólo encontró amargura, tipos groseros, machotes toscos, posesivos, algo que parecía merecer, como si en el fondo buscara un castigo en aquellos hombres desatinados, y lo endulzaba cada vez con más alcohol.

Y Rosario, su madre, la siguió más allá del pueblo, hasta aquel piso de barriada al que huyó, y se había hecho mal carácter, dura de entrañas; la esperó cada noche.
De dónde vienes, dime, con quién estuviste?. De donde me da la gana, madre. Mala puta, mala puta, me vas a matar. Pues muérase madre... Mala puta, guarra, calentooona...

Cuando supo que estaba preñada no se sorprendió, buscó ayuda pero ninguno de aquellos 
tipos la quiso ayudar. Abortó sola en un tugurio donde le arrancaron aquello que le crecía
dentro y que empezaba a sentir como algo animal que la poseía.
Resistió en su casa el dolor y la hemorragia, con la mirada de su madre clavada como
un anzuelo, y después continuó tirando de sí misma como una bestia de carga, para huir
de su dolor.

Mientras su vida se proyectaba en su cabeza como una película tantas veces vista, Mariluz se aferraba a la cama que giraba ya como su propio pensamiento, fuera de sí. Se levantó asustada, cogió la primera botella que encontró y bebió. De repente no era dueña de sus ideas, empezó a escuchar voces en su cabeza, vomitó...
Qué demonio estás haciendo, apaga la luz de una vez... gritó la vieja Rosario.
Cállese madre, cállese... pudo apenas murmurar. Se fue al salón. El corazón se le salía del pecho. Aquellas voces, aquellas voces... Encendió el televisor pero sólo podía escuchar el ruido de su propia cabeza; en la pantalla apareció un hombre extraño que comenzó a hablarle, se dirigía a ella, mátala, mátala... Se asustó aún más y  apagó el televisor, pero el hombre siguió allí, mátala, mátala..., entonces tomó el cuchillo del pan, lo acercó a su cara y lo miró como a un objeto raro. Tambaleándose atravesó el pasillo y se dirigió a la habitación de su madre con el cuchillo en alto. La voz áspera se volvió aguda, suplicante, qué vas a hacer, qué vas a hacer, desgraciada, no, no, nooo...


Mariluz despertó en una habitación de color claro, estaba desnuda, cubierta por una sábana y atada a una cama. La ventana cercana dejaba pasar una luz sucia y gris. La puerta se abrió y entró una mujer mayor acompañada de un hombre más joven. Ambos vestían batas blancas. Le hablaron como si fuera una niña, de una forma que ella no entendía.  Comenzó a llorar, tenía miedo. Sacudió su cuerpo intentando librarse de su atadura, gritó y lloró con más fuerza. El hombre salió y volvió un momento después. Se acercó a ella con un pequeño objeto en la mano que aplicó a su brazo. De pronto se acabó su agitación y todo oscureció.

Las personas de las batas blancas se hicieron familiares, como su forma de hablar, su comida. La mañana que soltaron sus ataduras  todo pareció borrarse de su memoria. Pasó muchos días con la mirada perdida frente a la escasa luz de la ventana.

En el patio del Manicomio los enfermos se movían como juguetes de cuerda con andares mecánicos de ida y vuelta. Mariluz salió una mañana, comenzó a mirar al cielo, desorientada buscaba su encuentro con el mar, su horizonte. Tamaragua se plantó ante ella con su radiocasette al hombro, bajó el volumen de su música y la miró con interés.   Lo supo desde que la vio, adivinó el color del océano en sus ojos perplejos, él también era costero. La rescató del asedio al que los enfermos someten a los nuevos sin que ella supiera qué estaba pasando,  acompañó  sus pasos muertos  por los jardines, le brindó un cigarro y ella lo fumó con ansia, sin apartar la mirada del vacío, ajena a aquel mundo.

Así la inició a la estrecha existencia de aquel lugar, la acompañaba siempre cargando su radiocasette, y Mariluz fue despertando; y después empezó a contarle su vida, su infancia en San Andrés, su padre pescador ahogado en Los Roques, su madre una vieja supersticiosa, persecutoria como una sombra, siempre en su mundo de rezos; sus escapadas a Santa Cruz con sus primos de Santa Clara que escuchaban Radio Canarias Libre, las reuniones de barrio donde nació su conciencia, su compromiso con la lucha. Ella lo escuchó y recuperó poco a poco el brillo en sus ojos, y de su boca brotaron palabras vivas, entre paseos y cigarros compartidos su corazón fue reviviendo.

Tamaragua dominaba  patios y pabellones, era popular y experimentado, presumía  sin maldad de perro viejo y temía a la autoridad de los médicos. Cargaba la alegría de su música y no perdía la cordura más allá de sus conocidas amenazas con recuperar estrategias guerrilleras aprendidas en Argel. Porque Tamaragua perteneció al MPAIAC, fue perseguido y escapó de la isla en un pesquero que lo dejó en la costa africana; así llegó al desierto argelino para entrenarse en el manejo del mortero. Y fue tan grande aquella lucha, las reuniones secretas, las manifestaciones y huelgas, las barriadas alzadas, la huida heroica, para volver al sueño compartido de ver su tierra libre de godos y fuerzas coloniales, en un final glorioso de estrelladas banderas tricolores. Pero su entrega terminó en delirio. Una noche se comió un tripi en un concierto de Taburiente. Vibró y cantó abrazado a todo el mundo.

Cuando amanece se despiertan, todas las aguas del Atlántico, entre sus senos hay un pueblo, que nació libre y hoy espera, reconstruir sobre la herida, la nueva era de las islas, sacar las cercas del paisaje, y verlo libre como antes...

Y Tamaragua volaba como una gaviota sobre las islas, tocaba el sol, ganaba la libertad...

Un mar azul que brille, con siete estrellas verdes, el amarillo en tus trigales, el blanco en tus rompientes...

Se tiraron octavillas, se mostraron pancartas, se pidió independencia, al final hubo jaleo. Detenido, interrogado, maltratado, algo empezó a marchar mal en su cabeza, perdió el sueño y un discurso beligerante se apoderó de él.
Por eso, aún hoy, cuando alguien se burla de él, reparte morterazos; después se refugia en silencio y evoca a los viejos camaradas de juventud, tratando de recuperar la fuerza de un pasado ya muerto, pero consiguiendo tan sólo paladear el amargo sabor de su impotencia. Y luego, poco a poco, se reconstruye, en los patios, en los pabellones, como el perro viejo de aquel agujero, siempre con su radiocasette, con Taburiente, ay tiriririrai tirairai tirireeee..., con Mariluz contagiada ya de su música.

Dos meses después de su ingreso Tamaragua  abrevió a Mariluz su nombre y fue Mari para todos. Un domingo de mañana recibió la visita de su madre.
La vieja Rosario ordenó su pelo gris y se vistió de oscuro. Su cara cincelada mostraba la horrible cicatriz de un corte profundo al lado de la boca. Anudado a la cintura el cordón morado de una promesa recién hecha a la Virgen. Si me ayudas a curar a mi hija lo llevaré mientras viva.
El médico le advirtió que no comentara nada de lo ocurrido, que la evolución de la enferma era buena, y de seguir así, pronto podría salir un fin de semana.
Madre e hija pasearon en silencio por los patios acompañadas de un auxiliar y seguidas a prudente distancia por Tamaragua. Este no pasó desapercibido a  Rosario, que antes de irse preguntó a su hija, quién es?. Ella guardó silencio y la vieja se marchó reafirmando  su alianza con la Virgen. Ahora más que nunca necesitaba redimir a su hija, recuperarla para el buen camino, tal vez encontrarle todavía un buen esposo.

Ante su primera salida los médicos le hablaron del problema crónico que sufría  por el que aún necesitaría ayuda durante  meses, tenía que cumplir con su tratamiento y evitar el alcohol. Pero una vez que su salida fuera definitiva haría bien en vivir lejos de su madre.

Y así comenzó a soñar, quizás empezar una nueva vida, tal vez con Tamaragua, dejar a su madre en la barriada y ella volver a la casa del pueblo, frente al mar, la vieja casa en que nació.  Pero necesitaría la ayuda de su madre y por el momento no se atrevió a demandarla.
Cada fin de semana que pasó con su madre confirmó la necesidad de alejarse de ella, de no vivir más a su alcance, la ahogaba. Mientras que Rosario, en cada encuentro fortalecía la creencia de que no podía dejarla sola, y ese pensamiento parecía revitalizarla, darle nuevos bríos para cumplir su misión.

Pasó casi un año de visitas semanales. Mari  parecía recuperada y Tamaragua se había convertido en inseparable compañero, un compañero que no tenía a dónde ir porque su única familia era la de los patios y pabellones. En una de esas visitas ella le confesó a su madre sus sueños, Tamaragua, la casa del pueblo, una nueva vida.
Y de qué vas a vivir con ese desgraciado?. De lo que sea, déjeme madre, quiero intentarlo. Yo sé lo que va a pasar, como siempre, vas a volver a desgraciar tu vida y a seguir matándome a mí.

Volvió al pueblo, a pesar de su madre, y limpiaron la casa, los patios, las tierras, y comenzaron su nueva vida rodeados del verde de las plataneras, recuperaron las flores primitivas, recorrieron los caminos de tierra limpia y hierbas silvestres bajo aquel cielo de luz azul como sus ojos, al calor del verano, bajo el parral donde el abuelo dormía largas siestas después de almorzar y soñaba con Cuba, y Mari sabía de sus sueños por la sonrisa de media boca que se le dibujaba bajo el bigote, y  sucumbieron  al ardor de las tardes, juntos, arrullados por el cercano rumor del mar, y se amaron por primera vez una de aquellas noches, torpes, apresurados, mudos, sin ternura, y sin embargo algo empezó a vincularles con fuerza.

Muy lejos de las guerras para que seas, un territorio blanco para la tierra, eres, ereees, un territorio blanco donde los pueblos, vengan para hermanarse dejando el odio, eres, ereees, eres una paloma volando el cielo, llevando a cada pueblo la paz del mundo, eres, ereees, aquí serás alpispa revoloteando, sin detener tu vuelo quiero que seas libre, libre, libre, nanana nananainanananainaina...

Consiguieron unos meses de paz, a pesar de las visitas de Rosario. Inocentes se fueron abriendo a la gente del pueblo, mostraron sus heridas, y entre el verde la gente acechaba desconfiada, murmuraba, luego y como siempre acosaron socarrones, burlones, en un picoteo cruel que terminó minándolos.
Y Mari se encerró, se cargó de rabia, perdió el sueño y tuvo pensamientos extraños.

Trastornada compró una botella de coñac. La bebieron juntos bajo el parral sombrío, rodeados de flores que se ajaban como sus sueños. Tamaragua  enfebrecido repartía morterazos por el pueblo mientras Mari dormía las profundas borracheras; cuando despertaba deambulaba por la casa y encontraba a Tamaragua en su batalla con las sombras. Rosario, advertida, volvió para quedarse y poner orden en sus vidas, y todo se hizo de nuevo insoportable.

Una madrugada de alcohol y delirantes pesadillas, mientras la vieja dormía, sintieron la llamada de la mar de leva. Ellos conocían su lenguaje, eran costeros. Decidieron marcharse, dejaron la casa y se perdieron en la noche.

La gente esperó varios días que la mar devolviera sus cuerpos desnudos a la playa.
La vieja Rosario, rodeada de vecinas cubiertas con pañuelos negros, rezaba unas resignadas oraciones a la Virgen de sus promesas, poseída por una mala conciencia que nunca consiguió explicar. Hasta que alguien contó que les habían visto en Santa Cruz.

Llegaron  a la ciudad como dos náufragos devueltos por la mar sin que nunca hubieran abandonado la isla. Compraron coñac y buscaron una pensión. Durante días bebieron, sólo bebieron, se precipitaron a todos los  abismos, borrachos, gozosos, insaciables.
Cuando se acabó el dinero los echaron de bares y pensiones; dueños de nada deambularon ociosos por plazas y alamedas, mendigaron en todas las esquinas.

Rosario los encontró, aunque Mari no quería verla. De vez en cuando les seguía el rastro, intentaba hablarles, les dejaba comida o algo de dinero. Pero ya no pudo con ellos.

Conocieron  a otros, errantes, callejeros, con los que  compartieron vino y calor, y se hicieron a esa vida. A veces vagaban como almas en pena, confusos, a la deriva. Otras estallaban en risas locas, se insultaban y peleaban con arrebato, se enbroncaban a las puertas de cualquier sitio, como si se quisieran maldiciéndose.  Pero de noche siempre durmieron juntos, en recovecos del muelle, en bancos de cualquier plaza, en suelos de cartón o en raídos colchones de casas abandonadas, siempre juntos, la cabeza de él reposada en el pecho de ella, sus brazos abrazándola, sus piernas entrelazadas, apretados el uno contra el otro, para cuidarse, para  protegerse, como dos huérfanos.

Se me va, poco a poco desprendiendo la niñez, se me va, como el sueño acaba en cada despertar, como el árbol crece para envejecer, se me va, se me va, la existencia exige el precio de perder, la inocencia de poder tocar el sol, se me va.... taratatara taratateaeaea...