Toño el
Guelilla era un tipo delgado y fibroso, de brazos impulsivos y manos como
garras. Con 18 años ya tenía su cara
morena y huesuda marcada en peleas de navajas, al igual que su cuello de jirafa
de venas inflamadas al hablar. El
Guelilla tenía un palique anfetamínico temido en todas partes, una cháchara
poderosa y peleona, convincente a la hora de amenazar o sablear a los colegas
que brotaba de una boca seca pero incombustible. Era un pastillero experto en bustaids,
centraminas, antiobes... que parecía vivir en un colocón permanente y con un
veneno en la sangre que le empujaba a la calle a buscarse la vida contra el
mundo, como un depredador que lo mismo vendía medio kilo de alfalfa por hierba
congoleña, arrancaba la cámara a un turista en la Plaza de España o se hacía
cualquier bisnes con los estibadores en la Marquesina que le reportara para sus
vicios.
Vivía con su
madre en las últimas casas de Los Llanos, en una heredada de su abuelo El
Puntero en paz descanse, que les mantenía en litigio con el Ayuntamiento por
estar condenada a derribo y en cuya fachada descarnada había colocado un cartel
que decía, esta casa ni se compra ni se bende y a mí nadien me echa de aquí.
Aunque a su
casa sólo iba tarde en la noche o de
amanecida, y a dormir. Empujaba aquella puerta que maullaba como un gato en
celo y del sobre cogía los fósforos y la vela porque la luz siempre la tenían
cortada por falta de pago. Y se encontraba a su madre roncando en el sillón con
una botella vacía a sus pies. Vieja, ya
estás borracha otra vez?. Eeehhh?,
cáaaaaallate, cuánto dinero trajiste?.
Nada. Cómo que nada? Ya te lo
gastaste en drogas y en putas, verdad?, y pa eso me despiertas?, desgraciado
putañero, drogadicto de mierda... y él se encerraba en la habitación huyendo de
los gritos de aquella vieja deslenguada. De niño y durante años se
preguntó qué había hecho él para que su
madre lo odiara de aquella manera; más tarde aprendió a defenderse de ella
odiándola también. Encerrado se tumbaba en el sofá cama y se fumaba un canuto
escuchando el transistor, y recordaba a su abuelo, allí enfrente de casa, en la
misma playa entretenido con el barco, el antebrazo tatuado con una sirena,
saliendo a pescar y trayéndole una estrella de mar, una caracola, las botellas
de vino escondidas en la trona, borracho huyéndole a su abuela...
Su abuelo no
le pegó, ni lo espantó de su lado, fue el único que no le hizo sentir como un
perro sin amo. Nunca le dio un beso,
nunca le contó un cuento, y además se murió de repente, sin despedirse, pero
por lo menos lo dejó estar con él, y de vez en cuando le hablaba para enseñarle
cosas. Lo llevaba a mear con él, Toñito,
le decía, apunta el chorro a los fiscos de mierda que están pegados en la taza,
así, ves cómo se van arrancando?, apunta
bien pa que aproveches la meada porque si no te jodiste, ja, ja, ja...
Se levanta
tarde, y ya su madre no está. No sabe a
dónde va ni qué hace, pero siempre vuelve con alguna botella. En la decrépita
cocina se prepara un cortado de leche condensada vertiendo generoso del
cacharro chorreante de La Lechera.
Enciende un cigarro, se pone las gafas de espejo y se bota a la
calle. Buenos Aires y el Bar Carmelo,
cae un tubo de ruedas, bustaid, recién llegadas de la peni, se come alguna y
visita a la clientela, lo vende en la mañana. El Mercado y sus garitos, niña
qué, me das un chicharrito frito?, qué passa Gueli, quieres chocolate culero,
un doble cero traído del moro; La
Alameda y un vinito compartido a gollete; en el El Toscal, el Bar La Pila, La
Placita, un tute subastado, Lolo, qué pasa mano, enciende ahí, le pasan una
quima de hierba y la divide, vende dos. Y al anochecer Miraflores, con los ojos
enrojecidos y las pupilas dilatadas, Bar La Gaditana, saluda a Yina, la tetuda,
qué pasa niña, déjame argo ahí. Chacho,
qué dices, si no tengo ni pa mí, pero la acosa hasta sacarle algo. Una cuarentona rubia y repintada, Rakel, le
sonríe desde la barra mostrando un diente de oro. Le señala con la mirada a un tipo corpulento que está de
espaldas. Es marinero y va cargado. Hay
timba. Juegan al tute. El Guelilla lo mira calibrándolo, se palpa la navaja en
el bolsillo. Atraca en la barra , pide una cerveza y espera. Fuma empedernido y vacila con las putas. El marinero pide otra cerveza. Esta se la
sirve Rakel, con un chorrito de aflojatodo. A los veinte minutos el marinero se
levanta y entra en el baño. El Guelilla
le cae detrás. Sigiloso observa cómo se
cierra la puerta del cubículo. Sabe que
no hay fechillo. Escucha el ruido
metálico de un cinturón al desabrocharse.
Espera unos segundos y le da un empujón a la puerta. Se encuentra al tipo encuclillado. Le afloja una patada en la boca y lo deja
sentado en la taza turca. Lo inmoviliza
tapándole la cabeza con su propia chaqueta.
Hurga en los bolsillos laterales
y coge la cartera. Le arranca del cuello
una gruesa cadena de oro y sale corriendo con la cara desencajada. El bar se vacía. Todos desaparecen en la calle. Termina la
noche con Rakel en una pensión, colocados de todo.
A la mañana
siguiente coge un taxi hasta su casa, se encierra y desaparece unos días. Pero la vieja es insoportable. Sale una noche
sin luna, lluviosa y fea, las calles están solitarias. Cuando está desesperado
no respeta a nadie. La gente le huye. Necesita una anfeta. Recaló frente a una farmacia de guardia.
La cola
languidecía ante la exasperante lentitud de un farmacéutico de ceño fruncido y su ayudante.
El Guelilla
se atusó el pelo, desabrochó los botones del cuello de su camisa para mostrar
sobre su pecho un crucifijo de plata que usaba para aquellas ocasiones y entró
apresurado con las solapas del abrigo subidas, las manos en los bolsillos y
cara de yo no fui. Se saltó la
culebreante languidez y atracó en el mostrador.
Gesticulando se dirigió al farmacéutico, oiga hagaerfavor y deme estas
pastillitas que son pa mi madre. El
farmacéutico tomó el trocito de papel que le puso el Guelilla sobre el
mostrador y le dijo, esto no se despacha
sin receta y esto no es una receta.
Haga erfavor hombre que tengo a la viejita destrozada de los
nervios. Pues esto no es para los
nervios, así que llévela usted a un centro de urgencias. Es que la vieja está a dieta sabe? Y si no
toma esto se pone fatar, y entonces tengo que salil a buscasle como sea er
medicamento porque la vieja no me tiene sino a mí, sabe?, y..., un murmullo
asombrado surgió del ordenado letargo.
El vetusto
boticario lo miró por encima de las gafas, levantó su ceja derecha, la de su
ojo más escrutador, y lejos de conmoverse ante la lastimera demanda puso
distancia, estiró el cuello y le largó, caballero, diríjase con su madre a un
centro de urgencias, yo no le puedo
ayudar.
Pero es que
usted no entiende, la vieja no tiene sino la pensión cabayero, yo no la puedo
yevar a ninguna parte, sabe?, y yo estoy en er paro desde hace un año sabe?,
insistió el Guelilla aún más suplicante y a punto de derramar alguna lágrima.
El
farmacéutico, ya con un leve tic en el finísimo bigote, estiró no sólo el
cuello, sino todo su encorvado cuerpo, disculpe caballero, no puedo dispensarrr
sin receta, y dando por zanjado el tema siguió atendiendo.
El empleado
se le pegó al costado con cara de perro complaciente con su amo y le susurró
eficiente, llamo al ceronoventiuno?.
Humm,
murmuró el farmacéutico negando con la cabeza.
El Guelilla
se dirigíó al ayudante, oye pibe, enrróyate ahí mano, que te juro por mis hijos
que esto es pa la viejita. El ayudante
nervioso escabulló la mirada. Venga ya
tortolín, enrróyate ahí..., eres un poyaboba, enterado, que er poyo que me comí
al armuerzo tenía más vida que tú.
Llamo al
ceronoventiuno?, insistió el eficaz
empleado con voz temblorosa. Eh?, cómo?,
no, no... respondió el atónito farmacéutico.
La cola
empezó a protestar y el Guelilla se les encaró, qué pasa tortolines de mierda?,
eh?, qué pasa?, en ese momento sacó una navaja del bolsillo, qué?, quieren que
raje a argún mamón?, y tú métete las medicinas por er culo cabrón de mierda,
que er día que te tranque te vas a enterar, te voy a rajal como una caballa
cabrón ...mientras se dirigía hacia la puerta, no sin antes agarrar el bolso a
una señora a la que amenazó con la navaja y que lo aferraba gritando como una
histérica. Un tipo salió en su ayuda
pero El Guelilla en un rápido movimiento
le pincho en un costado. El tipo
desorbitó los ojos, se llevó las manos al navajazo intentando atajar la sangre
y cayó al suelo como un costal. La cola
se apartó espantada. El Guelilla agarró
el bolso con más fuerza, suértalo o te vas a cagar en las bragas hijaputa, y
dándole una patada en la cadera se lo arrancó.
Por tercera
vez y con voz temblorosa el empleado preguntó, llamo al ceronoventiuno?. Sí,
sí, llama, llama...
Ya con el
bolso en la mano se lanzó ciego y veloz a la calle.
El coche no
pudo evitarlo. Se oyó un chirrido de frenos y un golpe seco. El Guelilla voló unos metros hasta caer
contra un contenedor de basura. Quedó tendido en el suelo. Pasaron unos segundos de silencio hasta que
la cola encabezada por el farmacéutico salió en expedición al lugar del que
procedía un gemido. El conductor del
coche temblaba aferrado al volante.
La voz se
extendió por Santa Cruz. Al Guelilla se
le acabó el vuelo. Se lo llevaron a la
península donde estuvo mucho tiempo recuperándose en un hospital.
Quedó con
invalidez y volvió en silla de ruedas.
Las cosas habían cambiado. A
su madre la habían encontrado muerta
rodeada de botellas vacías. Y la casa
había sido derribada. Sólo encontró un
montón de escombros y medio entullado el cartel que él mismo había escrito, esta
casa ni se compra ni se bende y a mí nadien me echa de aquí.
La ciudad
crecía y no se detenía ante nada.
Le dieron
una pequeña ayuda por lo de la casa y se instaló en una pensión barata.
Quiso
recuperar las viejas costumbres, volver a la juerga, a las amanecidas, a los
antiguos trayectos pero todo era distinto ahora, no podía con aquella silla de
ruedas, le habían perdido el respeto y, además, estaba solo en el mundo. En las sombras, algún enemigo aguardaba su
indefensión.
Una noche en
que emborrachó su amargura terminó en el muelle sur acordándose de su abuelo,
Toñito, hasta pa ser un hijoputa hay que tener categoría porque si no te quedas
en machango. No supo porqué recordó precisamente esas palabras de su abuelo
pero se sintió triste, solo. Estaba al
borde del dique y con los ojos cerrados
cuando de pronto algo le sujetó por detrás.
Una musculosa mano rusa le agarraba del chaleco y entre risotadas le
golpeaba la espalda amistosamente hablándole en una lengua incomprensible.
En volandas
terminó en el camarote de un barco abarrotado de camaradas, empapelado con
fotos de mujeres desnudas e iluminado con luces de colores. Entre vodkas y balalaikas consumieron la
noche. Al amanecer fue depositado de
nuevo en tierra y despedido con viriles choques de manos y promesas de nuevos
encuentros. Había aprovechado para robar
un puñado de revistas pornográficas que manoseó durante días y terminó
vendiendo en Miraflores.
Un día unos
antiguos conocidos lo encontraron en La Gaditana; sabían que andaba necesitado;
le recordaron su grandeza y le propusieron un bisnes, algo para un tipo como
él, con dos cojones. Tenía que ir a
Cádiz, a una dirección concreta, allí le llenarían los tubos huecos de la silla
de ruedas con perico y vuelta pa casa, quieres una rayita Guelilla o quieres
tirarte a Rakel?, ja, ja, ja, primo, tú has sido de los grandes, ja, ja, ja...
Te pagamos el ferry ida y vuelta y te damos cincuenta talegos. Eso está hecho,
mano.
Y El
Guelilla se embarcó. Pero a la vuelta la
Guardia Civil lo estaba esperando en el muelle.
Alguien lo había denunciado.
Ajustaban cuentas pendientes de los viejos tiempos. Por reincidente se comió muchos años de
talego.
Regresó
envejecido, a la pensión, y aún con las piernas muertas volvió a transitar el
muelle, le hacía el caballito a los turistas con la silla de ruedas,
relinchaba, foto, foto, los turistas se reían y él los acosaba pidiéndoles,
moni, moni... hasta conseguir unas monedas que se iba a gastar en bebida, mientras la dueña de la pensión lo
perseguía para cobrarle los atrasos.
Hoy lo
vi, mendigaba en la puerta de La
Concepción, mezclado con yonquis y
lisiados de los que transitan el comedor benéfico de La Noria. Se hizo un veterano, un pobre de verdad, de
los de toda la vida. Se apalanca en la
puerta de la iglesia y cumple el horario de misas como cualquier
trabajador. Desmaya su cuerpo, pone ojos
acuosos, muestra los pies llagados por la mala circulación, o se queda pálido
como un cirio mientras extiende la mano y caen unas monedas.
Pero si
algún intruso se mete en su territorio se transforma encabronándose, se le
hinchan las venas de su cuello de jirafa, se le oscurecen las marcas de su cara
ya tostada, y hasta la silla de ruedas en sus garras se vuelve amenazante, qué
estás buscando tú aquí gediondón?, vienes a robarme er pan?. Lárgate porque te
rajo, pol la viejita que te dejo seco como un chicharro, cabrón...
Sabe
distinguir quién va a darle algo sin tener que esforzarse demasiado, sí, esas
mujeres mayores que le echan algún alegato piadoso, y mientras, le sueltan
veinte duros, ésas que siempre llegan tarde y entran de puntillas en la
iglesia, ésas son las buenas. Por eso cuando las ve venir pone su cara de
martirio, da las buenas horas y extiende la mano, y cuando cae la moneda ladea
la cabeza con una expresión de recogimiento avergonzado y repite las gracias
hasta perder de vista a su caritativa
benefactora. Luego mira a un lado y a otro,
saca un pañuelo anudado, lo abre y mete las monedas contando una y otra
vez con su particular avaricia.
Mientras lo
vuelve a anudar y lo guarda en el bolsillo va calculando si le va a dar para
vino, para anfetas o para putas lo
recaudado.
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