lunes, 12 de septiembre de 2016

BORN TO BE WILD




Toño el Guelilla era un tipo delgado y fibroso, de brazos impulsivos y manos como garras.  Con 18 años ya tenía su cara morena y huesuda marcada en peleas de navajas, al igual que su cuello de jirafa de venas inflamadas al hablar.  El Guelilla tenía un palique anfetamínico temido en todas partes, una cháchara poderosa y peleona, convincente a la hora de amenazar o sablear a los colegas que brotaba de una boca seca pero incombustible.  Era un pastillero experto en bustaids, centraminas, antiobes... que parecía vivir en un colocón permanente y con un veneno en la sangre que le empujaba a la calle a buscarse la vida contra el mundo, como un depredador que lo mismo vendía medio kilo de alfalfa por hierba congoleña, arrancaba la cámara a un turista en la Plaza de España o se hacía cualquier bisnes con los estibadores en la Marquesina que le reportara para sus vicios.

Vivía con su madre en las últimas casas de Los Llanos, en una heredada de su abuelo El Puntero en paz descanse, que les mantenía en litigio con el Ayuntamiento por estar condenada a derribo y en cuya fachada descarnada había colocado un cartel que decía, esta casa ni se compra ni se bende y a mí nadien me echa de aquí.

Aunque a su casa sólo iba  tarde en la noche o de amanecida, y a dormir. Empujaba aquella puerta que maullaba como un gato en celo y del sobre cogía los fósforos y la vela porque la luz siempre la tenían cortada por falta de pago. Y se encontraba a su madre roncando en el sillón con una botella vacía a sus pies.  Vieja, ya estás borracha otra vez?.  Eeehhh?, cáaaaaallate, cuánto dinero trajiste?.  Nada.  Cómo que nada? Ya te lo gastaste en drogas y en putas, verdad?, y pa eso me despiertas?, desgraciado putañero, drogadicto de mierda... y él se encerraba en la habitación huyendo de los gritos de aquella vieja deslenguada. De niño y durante años se preguntó  qué había hecho él para que su madre lo odiara de aquella manera; más tarde aprendió a defenderse de ella odiándola también. Encerrado se tumbaba en el sofá cama y se fumaba un canuto escuchando el transistor, y recordaba a su abuelo, allí enfrente de casa, en la misma playa entretenido con el barco, el antebrazo tatuado con una sirena, saliendo a pescar y trayéndole una estrella de mar, una caracola, las botellas de vino escondidas en la trona, borracho huyéndole a su abuela...
Su abuelo no le pegó, ni lo espantó de su lado, fue el único que no le hizo sentir como un perro sin amo.  Nunca le dio un beso, nunca le contó un cuento, y además se murió de repente, sin despedirse, pero por lo menos lo dejó estar con él, y de vez en cuando le hablaba para enseñarle cosas.  Lo llevaba a mear con él, Toñito, le decía, apunta el chorro a los fiscos de mierda que están pegados en la taza, así, ves cómo  se van arrancando?, apunta bien pa que aproveches la meada porque si no te jodiste, ja, ja, ja...    

Se levanta tarde, y ya su madre no está.  No sabe a dónde va ni qué hace, pero siempre vuelve con alguna botella. En la decrépita cocina se prepara un cortado de leche condensada vertiendo generoso del cacharro chorreante de La Lechera.  Enciende un cigarro, se pone las gafas de espejo y se bota a la calle.  Buenos Aires y el Bar Carmelo, cae un tubo de ruedas, bustaid, recién llegadas de la peni, se come alguna y visita a la clientela, lo vende en la mañana. El Mercado y sus garitos, niña qué, me das un chicharrito frito?, qué passa Gueli, quieres chocolate culero, un doble cero traído del moro;  La Alameda y un vinito compartido a gollete; en el El Toscal, el Bar La Pila, La Placita, un tute subastado, Lolo, qué pasa mano, enciende ahí, le pasan una quima de hierba y la divide, vende dos. Y al anochecer Miraflores, con los ojos enrojecidos y las pupilas dilatadas, Bar La Gaditana, saluda a Yina, la tetuda, qué pasa niña, déjame argo ahí.  Chacho, qué dices, si no tengo ni pa mí, pero la acosa hasta sacarle algo.  Una cuarentona rubia y repintada, Rakel, le sonríe desde la barra mostrando un diente de oro.  Le señala con la  mirada a un tipo corpulento que está de espaldas.  Es marinero y va cargado. Hay timba. Juegan al tute. El Guelilla lo mira calibrándolo, se palpa la navaja en el bolsillo. Atraca en la barra , pide una cerveza y espera.  Fuma empedernido y vacila con las putas.  El marinero pide otra cerveza. Esta se la sirve Rakel, con un chorrito de aflojatodo. A los veinte minutos el marinero se levanta y entra en el baño.  El Guelilla le cae detrás.  Sigiloso observa cómo se cierra la puerta del cubículo.  Sabe que no hay fechillo.  Escucha el ruido metálico de un cinturón al desabrocharse.  Espera unos segundos y le da un empujón a la puerta.  Se encuentra al tipo encuclillado.  Le afloja una patada en la boca y lo deja sentado en la taza turca.  Lo inmoviliza tapándole la cabeza con su propia chaqueta.  Hurga   en los bolsillos laterales y coge la cartera.  Le arranca del cuello una gruesa cadena de oro y sale corriendo con la cara desencajada.  El bar se vacía.  Todos desaparecen en la calle. Termina la noche con Rakel en una pensión, colocados de todo. 

A la mañana siguiente coge un taxi hasta su casa, se encierra y desaparece unos días.  Pero la vieja es insoportable. Sale una noche sin luna, lluviosa y fea, las calles están solitarias. Cuando está desesperado no respeta a nadie.  La gente le huye.  Necesita una anfeta.  Recaló frente a una farmacia de guardia. La  cola  languidecía ante la exasperante lentitud de un  farmacéutico de ceño fruncido y su ayudante.
 
El Guelilla se atusó el pelo, desabrochó los botones del cuello de su camisa para mostrar sobre su pecho un crucifijo de plata que usaba para aquellas ocasiones y entró apresurado con las solapas del abrigo subidas, las manos en los bolsillos y cara de yo no fui.  Se saltó la culebreante languidez y atracó en el mostrador.  Gesticulando se dirigió al farmacéutico, oiga hagaerfavor y deme estas pastillitas que son pa mi madre.  El farmacéutico tomó el trocito de papel que le puso el Guelilla sobre el mostrador y le dijo, esto no se despacha   sin receta y esto no es una receta.  Haga erfavor hombre que tengo a la viejita destrozada de los nervios.  Pues esto no es para los nervios, así que llévela usted a un centro de urgencias.  Es que la vieja está a dieta sabe? Y si no toma esto se pone fatar, y entonces tengo que salil a buscasle como sea er medicamento porque la vieja no me tiene sino a mí, sabe?, y..., un murmullo asombrado surgió del ordenado letargo.

El vetusto boticario lo miró por encima de las gafas, levantó su ceja derecha, la de su ojo más escrutador, y lejos de conmoverse ante la lastimera demanda puso distancia, estiró el cuello y le largó, caballero, diríjase con su madre a un centro de urgencias,  yo no le puedo ayudar.

Pero es que usted no entiende, la vieja no tiene sino la pensión cabayero, yo no la puedo yevar a ninguna parte, sabe?, y yo estoy en er paro desde hace un año sabe?, insistió el Guelilla aún más suplicante y a punto de derramar alguna lágrima.

El farmacéutico, ya con un leve tic en el finísimo bigote, estiró no sólo el cuello, sino todo su encorvado cuerpo, disculpe caballero, no puedo dispensarrr sin receta, y dando por zanjado el tema siguió atendiendo.

El empleado se le pegó al costado con cara de perro complaciente con su amo y le susurró eficiente, llamo al ceronoventiuno?.

Humm, murmuró el farmacéutico negando con la cabeza.

El Guelilla se dirigíó al ayudante, oye pibe, enrróyate ahí mano, que te juro por mis hijos que esto es pa la viejita.  El ayudante nervioso escabulló la mirada.  Venga ya tortolín, enrróyate ahí..., eres un poyaboba, enterado, que er poyo que me comí al armuerzo tenía más vida que tú.

Llamo al ceronoventiuno?,  insistió el eficaz empleado con voz temblorosa.  Eh?, cómo?, no, no... respondió el atónito farmacéutico.

La cola empezó a protestar y el Guelilla se les encaró, qué pasa tortolines de mierda?, eh?, qué pasa?, en ese momento sacó una navaja del bolsillo, qué?, quieren que raje a argún mamón?, y tú métete las medicinas por er culo cabrón de mierda, que er día que te tranque te vas a enterar, te voy a rajal como una caballa cabrón ...mientras se dirigía hacia la puerta, no sin antes agarrar el bolso a una señora a la que amenazó con la navaja y que lo aferraba gritando como una histérica.  Un tipo salió en su ayuda pero El Guelilla  en un rápido movimiento le pincho en un costado.  El tipo desorbitó los ojos, se llevó las manos al navajazo intentando atajar la sangre y cayó al suelo como un costal.  La cola se apartó espantada.  El Guelilla agarró el bolso con más fuerza, suértalo o te vas a cagar en las bragas hijaputa, y dándole una patada en la cadera se lo arrancó.

Por tercera vez y con voz temblorosa el empleado preguntó, llamo al ceronoventiuno?. Sí, sí, llama, llama...
           
Ya con el bolso en la mano se lanzó ciego y veloz a la calle.

El coche no pudo evitarlo. Se oyó un chirrido de frenos y un golpe seco.  El Guelilla voló unos metros hasta caer contra un contenedor de basura. Quedó tendido en el suelo.  Pasaron unos segundos de silencio hasta que la cola encabezada por el farmacéutico salió en expedición al lugar del que procedía un gemido.  El conductor del coche temblaba aferrado al volante.

La voz se extendió por Santa Cruz.  Al Guelilla se le acabó el vuelo.  Se lo llevaron a la península donde estuvo mucho tiempo recuperándose en un hospital.

Quedó con invalidez y volvió en silla de ruedas.  Las cosas habían cambiado.  A su  madre la habían encontrado muerta rodeada de botellas vacías.  Y la casa había sido derribada.  Sólo encontró un montón de escombros y medio entullado el cartel que él mismo había escrito, esta casa ni se compra ni se bende y a mí nadien me echa de aquí.

La ciudad crecía y no se detenía ante nada. 

Le dieron una pequeña ayuda por lo de la casa y se instaló en una pensión barata.

Quiso recuperar las viejas costumbres, volver a la juerga, a las amanecidas, a los antiguos trayectos pero todo era distinto ahora, no podía con aquella silla de ruedas, le habían perdido el respeto y, además, estaba solo en el mundo.  En las sombras, algún enemigo aguardaba su indefensión.

Una noche en que emborrachó su amargura terminó en el muelle sur acordándose de su abuelo, Toñito, hasta pa ser un hijoputa hay que tener categoría porque si no te quedas en machango. No supo porqué recordó precisamente esas palabras de su abuelo pero se sintió triste, solo.  Estaba al borde del dique y con  los ojos cerrados cuando de pronto algo le sujetó por detrás.  Una musculosa mano rusa le agarraba del chaleco y entre risotadas le golpeaba la espalda amistosamente hablándole en una lengua incomprensible.

En volandas terminó en el camarote de un barco abarrotado de camaradas, empapelado con fotos de mujeres desnudas e iluminado con luces de colores.  Entre vodkas y balalaikas consumieron la noche.  Al amanecer fue depositado de nuevo en tierra y despedido con viriles choques de manos y promesas de nuevos encuentros.  Había aprovechado para robar un puñado de revistas pornográficas que manoseó durante días y terminó vendiendo en Miraflores.

Un día unos antiguos conocidos lo encontraron en La Gaditana; sabían que andaba necesitado; le recordaron su grandeza y le propusieron un bisnes, algo para un tipo como él, con dos cojones.  Tenía que ir a Cádiz, a una dirección concreta, allí le llenarían los tubos huecos de la silla de ruedas con perico y vuelta pa casa, quieres una rayita Guelilla o quieres tirarte a Rakel?, ja, ja, ja, primo, tú has sido de los grandes, ja, ja, ja... Te pagamos el ferry ida y vuelta y te damos cincuenta talegos. Eso está hecho, mano.

Y El Guelilla se embarcó.  Pero a la vuelta la Guardia Civil lo estaba esperando en el muelle.  Alguien lo había denunciado.  Ajustaban cuentas pendientes de los viejos tiempos.  Por reincidente se comió muchos años de talego.

Regresó envejecido, a la pensión, y aún con las piernas muertas volvió a transitar el muelle, le hacía el caballito a los turistas con la silla de ruedas, relinchaba, foto, foto, los turistas se reían y él los acosaba pidiéndoles, moni, moni... hasta conseguir unas monedas que se iba a gastar  en bebida, mientras la dueña de la pensión lo perseguía para cobrarle los atrasos.

Hoy lo vi,  mendigaba en la puerta de La Concepción, mezclado con yonquis y  lisiados de los que transitan el comedor benéfico de La Noria.  Se hizo un veterano, un pobre de verdad, de los de toda la vida.  Se apalanca en la puerta de la iglesia y cumple el horario de misas como cualquier trabajador.  Desmaya su cuerpo, pone ojos acuosos, muestra los pies llagados por la mala circulación, o se queda pálido como un cirio mientras extiende la mano y caen unas monedas.
           
Pero si algún intruso se mete en su territorio se transforma encabronándose, se le hinchan las venas de su cuello de jirafa, se le oscurecen las marcas de su cara ya tostada, y hasta la silla de ruedas en sus garras se vuelve amenazante, qué estás buscando tú aquí gediondón?, vienes a robarme er pan?. Lárgate porque te rajo, pol la viejita que te dejo seco como un chicharro, cabrón...

Sabe distinguir quién va a darle algo sin tener que esforzarse demasiado, sí, esas mujeres mayores que le echan algún alegato piadoso, y mientras, le sueltan veinte duros, ésas que siempre llegan tarde y entran de puntillas en la iglesia, ésas son las buenas. Por eso cuando las ve venir pone su cara de martirio, da las buenas horas y extiende la mano, y cuando cae la moneda ladea la cabeza con una expresión de recogimiento avergonzado y repite las gracias hasta perder de vista  a su caritativa benefactora. Luego mira a un lado y a otro,  saca un pañuelo anudado, lo abre y mete las monedas contando una y otra vez con  su particular avaricia.


Mientras lo vuelve a anudar y lo guarda en el bolsillo va calculando si le va a dar para vino, para anfetas o para  putas lo recaudado. 



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