Juana nunca supo de sus padres. Nació en los años treinta en unas
medianías neblinosas y fruto de un amor prohibido. Repudiada y negociada con
parientes capitalinos, medianeros de mucho oficio y poco beneficio que la
criaron entre cabras, coles y trigales. Tuvo lonas siendo ya señorita y nunca
fue a la escuela, pero se crió hermosa, fuerte y rebelde.
Un día huyó de eras y trigales, donde sufría el acoso
calenturiento de su tío, que en una borrachera le robó la virginidad. Se fue a
servir en casas de señores hasta que empezó a estremecerse con las miradas de
los hombres.
Se cruzó en su camino un boxeador acabado al que llamaban El Figura, un macho de estirpe
bichado por la juerga, con la cara marcada, la nariz rota y un brillo febril en
los ojos. Siempre llevaba las camisas remangadas sobre los biceps y el cuello
alzado. El pelo de brillantina con un mechón caído en la frente y el gesto
duro.
Seducida por su verbo canalla perdió la cabeza y se dejó arrastrar
al trasnoche y al alcohol. Él le dijo que la mantendría, que dejara el trabajo,
y así vivió un tiempo de ensueño. La llevaba a todos lados, conocía a todo el
mundo. Tenía amigos extraños, llevaba y traía paquetes, y ella nunca
preguntaba.
Por el día transitaban el gimnasio de Kid Tadeo en la barriada,
donde él conservaba su vieja bata del ring y colgaba una foto suya con
dedicatoria en pose defensiva y con los puños cubiertos con vendas. Llegaba El
Figura y se convertía en protagonista, con su vozarrón y sus bromas, con su
estilo arrogante y sus dientes de oro. Alguna que otra vez entrenaba y a ella
le gustaba verlo, su cuerpo de peso pesado, su pegada, uno, dos, uno, dos... el
chasquido de los guantes golpeando el saco, al final se quedaba sin aire,
agotado pero fanfarrón frente a ella, frente a todos; o hacía una pelea a tres
asaltos con alguno de los chicos mientras el entrenador le advertía, sal de
cuerdas, cúbrete, esa derecha, juégale, juégale... y aún reventado no se
rendía. Luego invitaba a los muchachos a
una ronda en el bar de Candito, conversaban, recordaban viejos tiempos, los
triunfos por k.o., las peleas robadas... En ocasiones aparecía un viejo
promotor de peleas, un tipo siempre sudoroso y de poco fiar, que también
transitaba el gimnasio para calibrar a
los chicos que empezaban; hombre Figura, qué es de tu vida?...toma un par de
entradas, tengo unos chavales que pelean el sábado en la Plaza Toros, buenos
fajadores, boxeo garantizado, ya verás... Tuvo una carrera corta porque en
realidad nunca amó el boxeo, más bien le gustaba presumir en las barras de los
bares, y le perdían los vicios.
Por las noches se iban de Salas de Fiesta y Cabarets, terminaban
en Valle Tabares, en la Caracola, en el Nina´s, o bajaban al Copacabana,...
fumaban, chupaban güisqui, compartían conversación y risotadas con sus amigos,
o se metían en algún garito de juego clandestino donde a dados y cartas
agotaban la noche y el dinero. Y Juana, a la que gustaban tanto los hombres,
disfrutaba, se dejaba seducir, jugaba con ellos, coqueteaba sin maldad. Cuando
llegaban a casa él empezaba a estar brusco, se metía con ella, descargaba unos
golpes en un saco que colgaba en el salón y hacía unas respiraciones violentas
que parecían aliviarle.
Y una de esas noches, Arencibia el Peninsular, un policía retirado
buen conocedor de los bajos fondos y dueño del Nina´s, le propuso un traspaso.
Figura, por ser para ti te hago unas
buenas condiciones por el local. Me retiro pero sabes que puedes contar con mi
ayuda, tengo muchos amigos que te interesan.
Y se lanzaron al negocio de
las madrugadas, güisqui de garrafón, chicas haciendo playback y striptease con
clientela variada, amigos, tipos viciosos, señoritos mujeriegos... y viejos
policías de la Social. Los amigos del Peninsular terminaron siendo amigos del
Figura, y los policías le hacían sus encargos y él les reclutaba chivatos,
mujeres o lo que se ofreciera, ustedes a mandar que para eso estamos.
El dinero entraba y salía con la misma facilidad, no había
control. Juana acompañaba en silencio los trapicheos del Figura, que tenía cada
vez más reacciones bruscas, violentas.
Un día le propuso actuar, venga, apréndete un par de canciones de esas
que tanto te gustan. Y Juana se animaba con unos tragos de más que él le daba,
y actuó, cantó sus coplas, Tatuaje, Ojos verdes, La bien pagá ... y terminó
haciendo striptease a petición de él.
En una ocasión un tipo se encaprichó de Juana. Ella coqueteó
complacida pero no pasó de ahí. El Figura lo vio y esa noche al llegar a casa
le dio una paliza. Terminó de despertar de aquel tiempo de ensueño con el sabor
de su propia sangre, usada como un saco por aquel matón que descargaba su mala
leche y su frustración sobre ella.
Las cosas empezaron a marchar mal, bebían sin medida, El Figura gastaba más de lo que ganaba,
presumía de amistades, vivía en una farra permanente. Terminó por obligar a
Juana a acostarse con tipos para cobrar él los servicios, y ella accedió sin
saber porqué, por miedo, por amor... pero ni aún así ganaba para sus vicios...
y seguían los golpes. Alguna noche apareció en el cabaret con un labio partido,
o las gafas negras que ocultaban un morado en sus ojos.
Una mañana empeñaron el reloj para poder desayunar. Habían perdido
el Nina´s y compraron una botella de güisqui para olvidarlo.
Juana quiso huir de la fiereza de sus puños, pero si no la
encontraba él era ella quien lo buscaba. No sabían vivir el uno sin el otro.
Muchas veces imploré arrodillada a sus pies mientras él se reía, tantas como yo
me reí de él al verlo de rodillas implorándome.
En una ocasión mientras bebían en un bar un antiguo cliente
reconoció a Juana, se le acercó y acariciándole el pelo le dijo, hola bonita,
te acuerdas de mí?, de lo bien que lo pasamos?. El Figura reaccionó con
violencia, lo desfiguró a golpes y le partió una botella en la cabeza. No llegó
vivo al hospital.
Esa misma madrugada sus amigos policías lo embarcaron en un
petrolero rumbo a sudamérica, lo
alejaron de estas tierras y de Juana sin tiempo de despedirse.
A pesar de todo ella no podía vivir sin él, me hizo mujer, dice libre de nostalgia,
despertó algo en mí que no murió con sus golpes ni con su marcha. Aunque le
quemaban los recuerdos, nadie la vio llorar desde entonces.
Buscó alivio en las copas, en la noche, y su belleza desamparada
encontró un papel de querida en la mala película de un siniestro personaje que
la quiso enterrar en vida y le arrancó de sus entrañas con un clavo oxidado el
fruto indecente de aquel amor.
De este también huyó, pero los hombres seguían siendo su
perdición, y ya no sabía vivir de otra manera. Adoptó un nombre de guerra.
Volvió al cabaret como Yeni y cantó por no llorar, y se desnudó para ellos,
pero no quiso ser de uno ni de otro, sino de todos.
Fue experta en marineros y alguno arrebatado de amor se la quiso
llevar a América. Cuántos besos di a la sombra de la Marquesina, a cuántos hombres llamé por su nombre. A
todos pregunté, y me decían que lo vieron, en Barranquilla, en Maracaibo, en
Veracruz, tanto tiempo esperé una carta
que nunca llegó...
Cuántos años han pasado y hoy como siempre sobrevive, en su pisito
de barriada con olor a armario cerrado, al calor de las voces cercanas, en un
santuario de flores de plástico y muebles de formica. Tapetes bordados cubren
los cabezales de los sillones y una gigantesca muñeca vestida de faralaes ocupa
el centro del sofá, inmóvil en su trono, con su pelo negro trenzado cubierto de
polvo, fantasmática y muda presencia de mirada momificada en el televisor. Un
amontonamiento de jaulas con varias docenas de periquitos abarrotan el pequeño
patio interior; ese revuelo de piadas y aleteos habita la casa y ahuyenta su
desamparo.
Su pelo coqueto, aún rubio del frasco, seduce la luz del
atardecer. Las putas ya no son lo que eran, dice sonriendo con picardía su boca
repintada. Y por un momento su mirada acuosa parece perderse en un distante
pasado, como si él aún viviera en sus ojos.
No le atemoriza su ocaso, ni la presencia del cura de la barriada
con su piadoso paternalismo o sus intimidantes infiernos. Que estás a tiempo
Juana, que Dios no dice que no a un arrepentimiento de corazón.
Ella lo mira de refilón y arqueando la ceja suelta su lengua
descarada y fogosa, tallada en los filos que caminó. No me joda Don Manuel, y
lanza una carcajada, con su risa cavernosa, abierta, desafiante, mientras
saborea su cigarrito del día, el que su médico no le permite.
Vive muriendo, pero se
levanta cada mañana, se arregla, se pinta y se rocía con su agua de colonia.
Sale a la calle digna y erguida a comprar su pan, sus cosas de la venta. Saluda
a sus vecinos y no cuenta penas.
Y morirá, una de estas noches desapacibles y malditas. Le
aguardará una tumba sin versos ni epitafios, sólo un nombre y una fecha, el
tiempo de una vida.
Enérgica en su ajada hermosura, lúcida y sabia recorre un abrupto paisaje de recuerdos
plenos de vida, de niña sola, de mujer sola. Bella y pícara flor, en su
valiente soledad atisbando la muerte.
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