Don Anselmo
es un hombre calvo, rechoncho y de blanca piel, que vive en su mundo de orden
donde cada cosa tiene su lugar. Y no soportaría que nadie alterara esa armonía
suya, ese orden perfecto que le permite una vida tranquila y sin sobresaltos, y
del que se siente tan satisfecho.
Hace años
que Don Anselmo se instaló con su hermana, que parece un calco suyo pero con
pelo, en el Barrio de Salamanca, cerca de la Plaza de Toros, en un piso amplio
y oscuro, lleno de sombras, de santos y
de fotos de toreros. Ella vive para él, le complace en sus demandas y nunca le
lleva la contraria porque sabe de su tozudez. Nadie conoce su procedencia
exacta pero se sospecha que de la misma provincia peninsular que lleva el
nombre del barrio. Podrían ser hijos de un rejoneador del bando nacional muerto
en la Guerra, y de ahí les vendría su
afición por la Fiesta.
Al parecer sus
padres murieron a manos de los rojos y tuvieron que criarse en orfanatos religiosos, hasta que un tío
materno militar se los trajo a la isla y se ocupó de ellos.
Viven con
unos horarios estrictos y extraños a los ojos de la gente, aunque todo el mundo
los respeta y tiene en buena estima por ser personas educadas y correctas.
Don Anselmo
siempre tuvo sus manías, en fin, cosas suyas. Por ejemplo, lo primero que hace
cuando se despierta es meterse en un baño bien caliente y afeitarse todo el
cuerpo. Sólo respeta cejas y pestañas. Su hermana dice que es únicamente otra
de sus rarezas, pero hace años que mantiene la costumbre de rasurarse
cuidadosamente porque empezó a tener fantaseos repugnantes con su pelo, y le da asco..., aunque él no habla
nunca de esas cosas.
Luego se
pasa la tarde en la mesa camilla con varios montones de cartas haciendo juegos
de mano, viendo videos de partidas de
póker y tomando café. De vez en cuando hace algún comentario al que su hermana
siempre responde con el mismo comportamiento, hace una risita tensa, dice, sí
Anselmo, y a continuación bebe un buchito de café con el meñique estirado.
Luego le sigue acompañando en silencio mientras hace croché, porque él dice que
no sabe estar solo si no está acompañado. Echan las cortinas y entonces la casa
se queda en penumbra y se llena aún más de un olor mohoso y viciado.
Al final de
la tarde a Don Anselmo le gusta escuchar sus viejos discos de pasodobles toreros, y juega a dirigir la
banda haciendo volar sus cartas con destreza al ritmo de la música, y corea los
olés con entusiasmo. Y rememora aquellas corridas de las Fiestas de Mayo, El
Cordobés, Antonio Ordóñez, los Peralta, y los locales, Currito de Las
Caletillas, el gran Pedrucho, qué tardes gloriosas, siempre vivas en su
memoria.
Ya de noche,
a las once en punto, sale de casa vestido como un caballero, toma un taxi y se va al Casino a trabajar. Allí juega a
las cartas hasta casi el amanecer como jugador profesional de póker. Quienes le
han visto jugar dicen que se toma muy en serio su trabajo, es capaz de agotar
la paciencia de sus contrarios, los desespera impasible mientras amontona
apuestas o mantiene un farol. Cuando llega de trabajar, o sea de jugar, ya
amanece, y su hermana le sirve la cena mientras ella desayuna. Luego él se
duerme hasta las dos de la tarde y cuando despierta desayuna mientras su
hermana almuerza. Y por la noche cuando se va al Casino a jugar, o sea a
trabajar, almuerza mientras su hermana cena.
Dicen que
Don Anselmo detesta a los maricones, que cada vez que se los nombran, o ve a
uno, sea en la tele o en la calle, se pone enfermo. En una ocasión en que
paseaba por La Rambla, como siempre con su hermana, vio venir a un maricón
contoneándose, mírale, ahí viene uno de esos guarros reviéntaculos, deberían
fusilarlos a todos, pellejas de mierda...
El maricón
le oyó y se le quedó mirando, se acercó a Don Anselmo y le dijo, caramba, no te
acuerdas de mí?, hace algunos años ya... no vives aquí cerca en el Barrio de
Salamanca?, sí hombre, que tenías un salón con fotos de toreros, y una
habitación con una cama dorada y un gran rosario en la cabecera, yo nunca
olvido a un cliente, te acuerdas ahora?, no fue en esa cama donde me
desnudaste?.
Pero Anselmo
por Dios, qué dice este hombre, de qué lo conoces Anselmo?, preguntó angustiada
su hermana.
Cállate tú,
yo a este no le conozco de nada, te enteras?, de nada...
De nada?, no
se te refresca la memoria?, si la tenías tan chica que casi no te la encuentro,
ja ja ja ja...
Y tú maricón
de mierda, lárgate porque te mato, me oyes, te maaato, maricooón, me cago en tu
puta madre, maricooón...
Ay Dios mío
Anselmo, que te pierdes Anselmo, Anseelmooo...
La gente se
arremolinó a ver qué pasaba, pero Don Anselmo, rojo de ira, se negó a dar
explicaciones y desapareció con su hermana, mientras aquel hombre amanerado se
alejaba mirando atrás y sin dejar de sonreir con sus ojos burlones.
Su hermana
nunca más le habló de aquello y desde entonces viven como si jamás hubiera
pasado, casi en silencio y sin salir, salvo a las misas de siete y al Casino.
Dicen que
Don Anselmo tiene cara de póker porque nunca se sabe si es feliz o desgraciado,
qué está sintiendo o pensando, como si tuviera miedo a que le descubrieran un
buen juego, como si su vida fuera una deformación profesional.
Se sospecha
que puede haber amasado una pequeña fortuna, pero vive de forma tan austera
como un discreto jubilado, encerrado entre sus cuatro paredes, formando pareja
estable con su hermana, redonda, breve y de carnes pálidas como él, que hace
largas tiras de croché para acompañarle cada tarde, mientras él repite, como un
ritual, sus mejores olés dirigiendo la
orquesta.
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