En un ritual
solitario, Marcelo se asomaba cada noche al pequeño balcón del patio interior
del edificio, miraba primero al cielo, un rectángulo en el que lucían escasas
estrellas, y que sentía inquietante en su profunda oscuridad, y luego a los
demás balcones, pequeñas celdillas de luz cenicienta que daban al mismo patio,
habitadas por soledades vecinas, desprotegidas tal vez bajo la misma oscuridad,
bajo las mismas escasas estrellas que van y vienen arrastradas por una
misteriosa corriente gravitatoria.
Observó con
sorpresa que el 5º F había sido ocupado de nuevo, apenas unas semanas después
del suicidio de su inquilina, y sintió un profundo estremecimiento,
tristeza. Luego se recogió en su salón,
un pequeño habitáculo de paredes blancas que hacía de pasillo entre la cocina y
el diminuto balcón, y que estaba ocupado por un equipo de música y muchos
discos sobre la misma mesa esquinera, un sofá de escay rojo de dos plazas, un
televisor 14” sobre un mueble modular y una estufa eléctrica cuyo cable de
enchufe culebreaba por el suelo, aparcada junto a una maceta de barro con una
planta seca. Una lámpara de mimbre
situada a media altura iluminaba escasamente la estancia. Sobre el sofá, como una presencia fantasmal,
un estuche conteniendo el violonchelo, su instrumento de trabajo.
Desde el
sofá distinguía su figura en el espejo de la pantalla apagada del televisor.
Apreció claramente su obesidad, se fijó
en su cabeza y se atusó el pelo con amaneramiento, intentando disimular una
calva avanzada. Experimentó esa lucha
interior ya conocida ente su lado amable y su lado destructivo, una lucha
interminable de la que huyó con un profundo suspiro. Luego encendió el televisor, la radio, todas
las luces de la casa sin saber porqué.
Tal vez trataba de espantar la soledad.
Hacía poco
tiempo que compartía pared con un nuevo vecino, también solo y cuarentón como
él, moreno de pelo negro erizado, de ojos profundos, guapo, muy guapo. Aún no le conocía, en fin, su timidez, cómo
le costaba ser sociable, aunque se habían saludado en una coincidencia de
escalera con un correcto buenos días, parecía tan serio. Le avergonzaba incluso mirarle directamente a
la cara al cruzarse, aunque le excitaba la posibilidad de coincidir con él en
el ascensor. Sospechaba que también
entendía.
Una
compañera de orquesta lo veía algo más excitado de lo habitual; no paraba de
observarlo. Por supuesto no le contó
nada, era una cotilla.
Porque
aquella relación que vivía en secreto se estaba convirtiendo en un juego que
anhelaba, que le llevaba a casa cada día con más ganas. Aún sin conocerse ya compartían cosas, a
veces en los silencios, los olores, las músicas, sí, había como un diálogo de
los sentidos, y era intencionado, estaba seguro de que era intencionado, y
facilitado por la estrechez del tabique del salón, ese que al mismo tiempo les
separaba y les unía, como un puente.
Ahora mismo
sé que está aquí, a mi lado, apoyado en este muro, lo siento, en ese silencio
recogido... una tarde le puse una ópera, Madame Butterfly, sí, atrevida, lo sé,
pero estaba tan excitado... Me respondió con un silencio respetuoso y atento, y
después con una hermosa pieza de piano desconocida, dulce, intrigante, sí,
quería intrigarme, me apoyé en la pared con los ojos cerrados y lo sentí, tal
vez estuvimos espalda contra espalda... Fue una noche intensa que culminó con
un intercambio de olores. A través de los balcones se colaron las frugales cenas que precedieron al sueño.
Marcelo era
un ser frágil y soñador. Encontró
aliento en aquel juego, tanto que incluso pareció aumentar el número de
estrellas y la intensidad de su brillo en esa porción de cielo que seguía
contemplando cada noche.
Compró
nuevos discos, nuevas músicas que atravesaran la limitada separación vecinal y
como mensajes certeros llegaran a los oídos deseados. Vivía atento, muy atento a las señales que
interpretaba como respuestas a sus llamadas melódicas.
Hace pocos
días lo sentí triste, no llegaban ecos de su vida vecina hasta mis sentidos. Me preocupé.
Recuerdo que mi madre me llamó, había olvidado su cumpleaños. Me invitaba a merendar, inventé una excusa. Ella aprovechó para contarme un nuevo
capítulo de la vida de su loro. No la
soporto, me saca de quicio todo ese amor que le pone al loro. A mí siempre me trató como a un animal y
ahora tiene un loro al que trata como a un hijo, Dios.
En fin, pero
volvamos a él. Se me ocurrió brindarle
unos Allegros Vivaces sin obtener respuesta.
Pegué mis oídos a las paredes compartidas esperando alguna señal, un
llanto ahogado, algo. Al llegar la noche le ofrecí el Adagio, y supe de su
triste abandono al ver que se fue a la cama sin una señal, sin una luz, tal vez
incómodo por mi insistencia. Puede que de
verdad quisiera estar solo. Esa noche no
pude dormir, me moría de ganas de tocar a su puerta, de ofrecerle mi ayuda, de
ofrecerme a mí mismo...
El último
domingo ya fue verano. Madrugué, fui al
mercado, traje flores, vino, quesos... El sol lució espléndido desde muy
temprano, y mientras hacía mis cosas de casa le brindé la alegría de las
Estaciones y Vivaldi me puso barroco.
Coloqué un
precioso mantel en la mesita del balcón con un ramo de flores, luego inundé mi
espacio con el aroma de un incienso fresco, hice un té oloroso, lo dejé reposar
en la ventana y puse afuera una taza para él; prudente me senté cerca.
Él lo
percibió y abrió su balcón al mío. Tomé
mi té mientras lo sentía muy cerca.
Luego, resguardado en mis cortinas lo vi recoger una enorme toalla de
playa e introducirla en un bolso; ¿se va?, no importa, lo esperaré, le brindaré
una cena fresca, algo ligero, especial, sé que vendrá hambriento y
cansado...Buscaré una ópera tierna, Puccini tal vez...pero...qué suena ahora?
... esa caja... no es posible, entonces no se va... es el Bolero, me ha puesto
el Bolero de Ravel...quiere estar conmigo...Dios mío, no lo puedo creer, el
Bolero, in crescendo, esa erección, qué provocador, entiende, está claro que
entiende, Dios, qué me pongo, esta camiseta, a ver, no huele, no, no me queda
bien, mi pantalón corto, dónde está mi pantalón corto... voy a su puerta, sí,
voy a su puerta, espera, espera guapísimo que voy...
- Sí?
- Bueno, soy
tu vecino...
- Querías
algo?
- He
escuchado tu música y... bueno, pues...como es domingo y con este día tan bueno...pues...
- Mira, no
te entiendo, te pasas la vida con tu música a todas horas y se te ocurre venir
a quejarte de la mía?
- No, si no
es eso... es que...
- Bueno,
disculpa pero es que tengo mucha prisa.
- Sí, sí, claro, yo es que...
Me ha
cerrado la puerta...me ha cerrado...pero entonces el Bolero, no...no era...
Hace días
que me he encerrado en casa, me siento una basura, soy una basura, no quiero
escuchar nada ni ver a nadie... pero hay tanto silencio... No quiero asomarme
al balcón... esas soledades... ese cielo... Este tabique me aplasta... no lo
soporto más... Tengo miedo, mucho miedo...
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