lunes, 12 de septiembre de 2016

LOS PANCHOS




Arturo vestía de sábado, paseaba por El Toscal su porte de caballero, su cuerpo de hombrón coronado de brillantina, el destello azulado de sus ojos vivos y socarrones. Guayabera y mocasines blancos resaltan su piel morena, el diente de oro reluce bajo la línea fina del bigote. Un anillo en el anular derecho, toque de distinción de apagada piedra roja que se agitaba en el aire cuando, atacado de mala leche, lo llenaba todo con su voz  áspera, y el qué le pasarnota retumbaba como un trueno.
Y la uña tan alargada, amarillenta prolongación del meñique que se hundía placentera en la oreja para arrancar pelotillas de cerumen,  levantar caspitas de piel muerta en sus brazos, o clavarse en la palma de la mano cuando se levantaba el macho emputado de amínadienmetocalosgüevos.

Arturo, Arturito El Gallo por parte del padre que nunca conoció, colombófilo de vocación, compartió una entrega de horas muertas al palomar, que trabaje mi mujel, a sus buchones ternilludos, a sus palomos bayados, con las agitadas timbas de La Muralla, los tutes subastados donde se jugaban los billetes los elementos del barrio y en los que era temido por tramposo y mal perdedor, zorro y traicionero en la morretada.

Aún conservó hasta el final la mirada calenturienta del macho engreído que fue, mirada escrutadora de hembras, y como quien sigue un rastro animal las descubría en sus más ocultos estremecimientos, las acosaba, las sometía o las negociaba con la magia bendita de las lentejuelas, las perlas o la  penicilina, como buen cambuyonero que fue, en amores clandestinos, unos despachados en casas de tapadillo, con la brevedad y desparpajo que el asunto exigía, otros rendidos en lágrimas, humillados en su necesidad.

Porque Arturo se crió en el muelle.  De chiquillo nadaba hasta los barcos para que le tiraran monedas, y él buceaba detrás de sus destellos hasta cogerlas; ayudaba en las barquillas, o en las falúas, lo mismo a la pesca que al cambuyón.  Y terminó negociando en La Marquesina, volviendo a su casa con un saco de café, unas latas de aceite o unos kilos de chicharros, siempre con sus trapicheos, y más tarde fueron cámaras fotográficas sacadas de algún contenedor, loros, y hasta un gorila al que tuvo años enjaulado en el patio de su casa, Lumumba, un mono iracundo que cuidaba doña Carmenrosa, su mujer, como al hijo que no tuvo.  Lumumba terminó bebiendo cerveza como Arturo y arrojando los botellines contra las paredes del patio con agudos chillidos para regocijo de la chiquillería del barrio, que se acercaba curiosa a la jaula para huir luego despavorida ante la aparición de la botella y la posterior lluvia de cristales.

Mientras, la vida pasaba en aquella casita que siempre olía a pescado frito, en aquel salón de pisos gastados donde vivían rodeados de gatos y de recuerdos. La foto pajiza de la boda, el sagrado corazón, el plato pintado con el escudo del Tenerife... y enmarcado el cartel del concierto de los Panchos en La Plaza de Toros, ay Arturo, ay amor ya no me quieras tanto, ay amor no sufras más por mí...Los Panchos, su pasión, aquellas voces, puro sentimiento, y cómo le agradaba a Doña Carmenrosa recordar cuando fueron juntos al concierto, y aunque Arturo fue torpe de oído, incapaz de seguir una sola canción, él tarareaba bajito el final de las estrofas, y lo vio llorar, porque sólo con Los Panchos había visto llorar a Arturo, a aquel hombrón indomable que exhibió su condición de macho cada minuto de su vida y que tanto la mortificó, pero del que se seguiría ocupando de encontrarlo en otra vida.
Yo siento en el alma, tener que decirte, que mi amor se extingue, como una pavesa, y poquito a poco, se queda sin luz, yo sé que te mueres, cual pálido cirio, y sé que me quieres, que soy tu delirio, y que en esta vida he sido tu cruz... ay amor ya no me quieras tanto...

Ya en decadencia se fumaba sus canutos al son de los timbales carnavaleros del barrio, y se echaba a la calle, el cuerpo rumbero y vacilón, los ojos como dos rayitas encarnizadas, embuitrados, acechantes, se le encendían para buscar cuerpo de hembra, sobar culos, restregarse.  En los amaneceres rastreaba el despojo alcoholizado de alguna elementa sobre la que derramarse y apagaba aquel fuego de entrepierna que su mujer, poseída de nervios y amargura y despojada de toda calentura, ya no le aliviaba desde hacía lustros.

Porque Doña Carmenrosa ya no salía de La Ciudadela, a lo sumo a la venta, caminaba con aquella carga en los hombros, como si arrastrara una pena antigua; y dejó de coser pa la calle porque la vista no le ayudaba; se resignaba mientras se la comían los nervios y las varices.  Su vida fue su casa como su razón fue Arturo, y cuánto escuchó de sus hermanas, de sus propias cuñadas, que tu marido es un gandul, que él en el fondo es bueno, que un hombre que se pasa la vida entre el bar y el palomar no puede ser bueno, es que ha tenido mala suerte, no, la mala suerte la has tenido tú, Carmenrosa.  Y Arturo, no te estés llevando de lengüinas arcagüetas.

Pero ella se apegaba a los buenos recuerdos, le gustaba verlo comer cuando le hacía sus potas, tan picantes como siempre, sopeteaba el pan en la salsa, con su cerveza fresquita, hasta reventar.  Y luego dormía la siesta, como un señor, y Doña Carmenrosa velaba sus ronquidos espantando las moscas en el sopor de la tarde, con la cafetera en espera de su despertar.  Y cuando se iba a pescar al muelle y le traía  su cubito de bogas, ella gustosa las limpiaba y las freía, los gatos se arremolinaban en los patios a esperar que llovieran primero las tripas y luego los limpios espinazos.
Tú diste luz al sendero, en mi noche sin fortuna, iluminando mi cielo, como un rayito claro de luna...

La sombra de una sífilis mal curada lo esperó durante años, y lo encontró en La Muralla, todavía entero y hablando de buchones, y lo envolvió apagándolo despacio.  Y Doña Carmenrosa lo encerró en casa, lo vió poco a poco perder el sentido.  ¡Ay Arturo, mi niiiño!  Lo cuidó, lo mimó, lo lloró tanto, mientras él se deslizaba sin conciencia hacia el letargo.  Así malmurió en un patio cerrado, postrado en un butacón de escay, la mirada perdida frente a la jaula vacía de Lumumba, rodeado de silencio y de la sombra de su mujer, muerta en vida, y de vez en cuando resucitada, aún por el temor a sus gritos ya inconscientes, cállense arcagüetas, gediondonas, no me toquen los güevos coño, que trabaje mi mujel...

Arráncame la vida, y si acaso te hiere el dolor, ha de ser de no verme, porque al fin tus ojos, me los llevo yo...




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