lunes, 12 de septiembre de 2016

DANZA DE VIENTRE




La  Toyota es una puta todo terreno de ojos grandes y desamparados hechos a las madrugadas de Bravo Murillo, cuya mirada peregrina  parece estar siempre buscando. Exhibe cada noche su cuerpo excesivo, curtido en las calles y  remodelado tajo a tajo en sucesivas visitas al quirófano. Labios rellenos como almohadas, que le hacen una boca morruda, ofendida, de la que emerge su voz abundante y viril; caderas henchidas en minifalda ajustada,  top atigrado de carnes rebosantes; desprende Chanel y golpea la acera con sus tacones de aguja que suenan como un desafío, como un reto que tienta a los solitarios buscadores de amor, y que oculta, detrás de su puesta en escena, la esperanza de encontrar ella misma el amor que reparte, no sabe dónde ni cómo, pero es la razón que la mantiene  
Se apoya en una palmera y se coloca los pechos. Extrae del bolso la polvera, se mira en el espejo y se retoca los labios, se atusa el pelo... Luego enciende un cigarrillo, se exhibe como un pavo ante un coche perezoso, y no para de moverse, de lanzar bocanadas de humo con aires de mujer sofisticada, en un paseo continuo de ida y vuelta, entre las palmeras de su desolado jardín .

Un coche repleto de pibes se detiene,  gallitos entremezclan  risas con  groserías. Ella sabe que sólo quieren jugar, y les da juego, los aviva. Ellos se ponen garañones, dan rienda suelta a sus lenguas y se excitan con sus propios excesos. Al final se van ufanos dejando una estela de risotadas, y en la noche se pierden sus ladridos.

Frena un cliente apresurado, ella sube, desaparecen rumbo al discreto servicio. Ya de vuelta se recompone repitiendo el ritual del espejo, la barra de labios, el perfume, el cigarrillo... a la espera del coche siguiente, siempre a la espera del coche siguiente

Ibrahim, el Árabe, la encontró una noche en que paseaba sus solitarios ardores. La rondó temeroso e inexperto. Ella lo supo indefenso y lo abordó con su voz cavernosa, te la chupo, corazón?. A él le gustaron sus labios toscos y henchidos,  y en sucesivas visitas sus dilatadas caderas, sus pechos maternales, y se aferró a su olor, a su presencia.  Porque Ibrahim, ya en la cincuentena, descubrió con desespero que la vida se le iba, y ésta no tenía sentido si no era con una mujer a su lado, una mujer de la que sentirse responsable, con la que compartir su soledad, una mujer a la que tratar como a una reina, y que le hiciera a su vez sentirse el rey de su casa, una mujer que tal vez aún le diera un hijo, un descendiente y heredero.


El Árabe fue un hombre de vida ordenada, laborioso y honesto, un comerciante de telas que vendiendo a domicilio  logró amasar una pequeña fortuna. Y recorrió la isla de punta a punta con sus maletas repletas de género, siempre buen conversador y atento con las mujeres, sus mujeres del campo, socarronas, pícaras, inocentes, regateadoras, desconfiadas, compartió con ellas la gotita de café, en sus patios, en sus cocinas, y se entendían de manera especial cuando les ofertaba paños de cocina, muselinas, dril, algodón... Y así se compró su primer coche, y hacía cómodo  su recorrido, y siguió con su labor de la mañana a la noche, porque su vida fue el trabajo, y se compró un local en El Cardonal, y sobre el local terminó construyendo su casa, y allí volvió a su descanso, a su intimidad, y en esa intimidad nunca hubo nadie,  la gente no se le acercó más allá del comercio, porque al Árabe se le imaginaban rarezas de extranjero, rezos, comidas, costumbres; nunca transitó bares, no fumaba, no bebía, no maldecía, no era como otros hombres.

Pero ahora no le bastaba el trabajo para colmar su vida, el tiempo pasaba tan deprisa, y no tenía a nadie,  y siempre quiso un hijo, una familia,  un hogar.

Se debatió durante días, un hombre de su edad y condición lo tenía difícil con las mujeres. Tal vez esta fuera su última oportunidad.  Por eso al final retiró a La Toyota, para recuperar el tiempo perdido, y la trajo a su casa, y la trató como a una reina, una reina que parecía estar aún en edad de ser madre.

Y ella complacida cuando él la invitaba cada noche al Chino-Pizzería, y él satisfecho en su comercio mientras  ella salía de compras y recorría los Todo a 150 del barrio,  feliz cuando cerraba al mediodía y subía a casa, que ya era un hogar, donde ella lo esperaba con los platos humeantes del almuerzo, y así se fueron amando, discretos, sin estridencias, y ahuyentaron las soledades al abrigo de aquel techo, y ella saboreaba el sentirse por primera vez respetada, cuidada, protegida, y aunque le tiraba la calle, no fue más allá del barrio, y se apartó de la noche, de aquella vida.

Un día él le habló del hijo que no había tenido, sí, ya era mayor pero tal vez aún estaba a tiempo, quería intentarlo, la necesitaba a ella. La Toyota guardó silencio y días después le confesó que estaba operada, que había sido un hombre pero ahora era una mujer. Él la miró con sorpresa, no entendió, no supo reaccionar. Después de unos días de verlo encerrado en su silencio, ella cogió sus cosas y se marchó sin que él supiera detenerla. Al verse solo, cogió su coche y desapareció. Volvió al Sur, después de muchos años se reencontró con sus antiguas clientas, compartió con ellas café y conversación, durmió en sus antiguas pensiones de Arico, San Miguel, Valle de San Lorenzo... hizo lo que nunca había hecho, se emborrachó, y terminó empotrando su coche en las puertas de un puticlub. Una de las chicas lo invitó a pasar y él terminó contándole su historia. Ella lo escuchó atenta, no le pidió nada, se compadeció de él, de su corazón limpio.
Al final le dijo, con duro acento ucraniano y seguridad de sabia consejera,  conseguiste ser feliz con ella  una vez y puedes volver a serlo; si la abandonas tu corazón desencantado te condenará a la soledad...

Volvió a casa después de una reflexiva resaca. Esa misma noche salió a buscarla. Recorrió Bravo Murillo, cada esquina, cada palmera. Preguntó por ella y le señalaron un bar  de los alrededores. Allí la encontró compartiendo su aflicción con una amiga. No tengo nada que ocultarte,  soy operada, he sido puta de esquina, bailarina de cabaret, y algunas cosas más... y me enamoré siempre de hombres que no me convenían, el último me lo quitó todo... pero aquí estoy, yo tampoco tengo a nadie.

Vámonos a casa, le dijo él.



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