La Toyota es una puta todo terreno de ojos
grandes y desamparados hechos a las madrugadas de Bravo Murillo, cuya mirada
peregrina parece estar siempre buscando.
Exhibe cada noche su cuerpo excesivo, curtido en las calles y remodelado tajo a tajo en sucesivas visitas
al quirófano. Labios rellenos como almohadas, que le hacen una boca morruda,
ofendida, de la que emerge su voz abundante y viril; caderas henchidas en
minifalda ajustada, top atigrado de
carnes rebosantes; desprende Chanel y golpea la acera con sus tacones de aguja
que suenan como un desafío, como un reto que tienta a los solitarios buscadores
de amor, y que oculta, detrás de su puesta en escena, la esperanza de encontrar
ella misma el amor que reparte, no sabe dónde ni cómo, pero es la razón que la
mantiene
Se apoya en
una palmera y se coloca los pechos. Extrae del bolso la polvera, se mira en el
espejo y se retoca los labios, se atusa el pelo... Luego enciende un
cigarrillo, se exhibe como un pavo ante un coche perezoso, y no para de
moverse, de lanzar bocanadas de humo con aires de mujer sofisticada, en un
paseo continuo de ida y vuelta, entre las palmeras de su desolado jardín .
Un coche
repleto de pibes se detiene, gallitos
entremezclan risas con groserías. Ella sabe que sólo quieren jugar,
y les da juego, los aviva. Ellos se ponen garañones, dan rienda suelta a sus
lenguas y se excitan con sus propios excesos. Al final se van ufanos dejando
una estela de risotadas, y en la noche se pierden sus ladridos.
Frena un
cliente apresurado, ella sube, desaparecen rumbo al discreto servicio. Ya de
vuelta se recompone repitiendo el ritual del espejo, la barra de labios, el perfume,
el cigarrillo... a la espera del coche siguiente, siempre a la espera del coche
siguiente
Ibrahim, el
Árabe, la encontró una noche en que paseaba sus solitarios ardores. La rondó
temeroso e inexperto. Ella lo supo indefenso y lo abordó con su voz cavernosa,
te la chupo, corazón?. A él le gustaron sus labios toscos y henchidos, y en sucesivas visitas sus dilatadas caderas,
sus pechos maternales, y se aferró a su olor, a su presencia. Porque Ibrahim, ya en la cincuentena,
descubrió con desespero que la vida se le iba, y ésta no tenía sentido si no
era con una mujer a su lado, una mujer de la que sentirse responsable, con la
que compartir su soledad, una mujer a la que tratar como a una reina, y que le
hiciera a su vez sentirse el rey de su casa, una mujer que tal vez aún le diera
un hijo, un descendiente y heredero.
El Árabe fue
un hombre de vida ordenada, laborioso y honesto, un comerciante de telas que
vendiendo a domicilio logró amasar una
pequeña fortuna. Y recorrió la isla de punta a punta con sus maletas repletas
de género, siempre buen conversador y atento con las mujeres, sus mujeres del
campo, socarronas, pícaras, inocentes, regateadoras, desconfiadas, compartió
con ellas la gotita de café, en sus patios, en sus cocinas, y se entendían de
manera especial cuando les ofertaba paños de cocina, muselinas, dril,
algodón... Y así se compró su primer coche, y hacía cómodo su recorrido, y siguió con su labor de la
mañana a la noche, porque su vida fue el trabajo, y se compró un local en El
Cardonal, y sobre el local terminó construyendo su casa, y allí volvió a su
descanso, a su intimidad, y en esa intimidad nunca hubo nadie, la gente no se le acercó más allá del
comercio, porque al Árabe se le imaginaban rarezas de extranjero, rezos,
comidas, costumbres; nunca transitó bares, no fumaba, no bebía, no maldecía, no
era como otros hombres.
Pero ahora
no le bastaba el trabajo para colmar su vida, el tiempo pasaba tan deprisa, y
no tenía a nadie, y siempre quiso un
hijo, una familia, un hogar.
Se debatió
durante días, un hombre de su edad y condición lo tenía difícil con las
mujeres. Tal vez esta fuera su última oportunidad. Por eso al final retiró a La Toyota, para
recuperar el tiempo perdido, y la trajo a su casa, y la trató como a una reina,
una reina que parecía estar aún en edad de ser madre.
Y ella
complacida cuando él la invitaba cada noche al Chino-Pizzería, y él satisfecho
en su comercio mientras ella salía de
compras y recorría los Todo a 150 del barrio,
feliz cuando cerraba al mediodía y subía a casa, que ya era un hogar,
donde ella lo esperaba con los platos humeantes del almuerzo, y así se fueron
amando, discretos, sin estridencias, y ahuyentaron las soledades al abrigo de
aquel techo, y ella saboreaba el sentirse por primera vez respetada, cuidada,
protegida, y aunque le tiraba la calle, no fue más allá del barrio, y se apartó
de la noche, de aquella vida.
Un día él le
habló del hijo que no había tenido, sí, ya era mayor pero tal vez aún estaba a
tiempo, quería intentarlo, la necesitaba a ella. La Toyota guardó silencio y
días después le confesó que estaba operada, que había sido un hombre pero ahora
era una mujer. Él la miró con sorpresa, no entendió, no supo reaccionar.
Después de unos días de verlo encerrado en su silencio, ella cogió sus cosas y
se marchó sin que él supiera detenerla. Al verse solo, cogió su coche y
desapareció. Volvió al Sur, después de muchos años se reencontró con sus
antiguas clientas, compartió con ellas café y conversación, durmió en sus
antiguas pensiones de Arico, San Miguel, Valle de San Lorenzo... hizo lo que
nunca había hecho, se emborrachó, y terminó empotrando su coche en las puertas
de un puticlub. Una de las chicas lo invitó a pasar y él terminó contándole su
historia. Ella lo escuchó atenta, no le pidió nada, se compadeció de él, de su
corazón limpio.
Al final le
dijo, con duro acento ucraniano y seguridad de sabia consejera, conseguiste ser feliz con ella una vez y puedes volver a serlo; si la
abandonas tu corazón desencantado te condenará a la soledad...
Volvió a
casa después de una reflexiva resaca. Esa misma noche salió a buscarla.
Recorrió Bravo Murillo, cada esquina, cada palmera. Preguntó por ella y le
señalaron un bar de los alrededores.
Allí la encontró compartiendo su aflicción con una amiga. No tengo nada que
ocultarte, soy operada, he sido puta de
esquina, bailarina de cabaret, y algunas cosas más... y me enamoré siempre de
hombres que no me convenían, el último me lo quitó todo... pero aquí estoy, yo
tampoco tengo a nadie.
Vámonos a
casa, le dijo él.
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